miércoles, 16 de julio de 2025

CUENTOS Y LEYENDAS EN LA TRADICIÓN ORAL DE AGAETE.


Agaete es un rincón especial de Gran Canaria, un pueblo que, hasta hace poco más de cien años, vivía casi aislado del resto de la isla, por lo limitada de las comunicaciones con otras localidades. Una condición que favoreció la formación de formas culturales propias y una rica tradición oral. Entre esas tradiciones están los cuentos y leyendas, llenas de; magia, miedo, fantasía y misterio. Se contaban al anochecer, sentados en las puertas de las casas, a la luz de la luna o un farolillo. Historias que pasaban de generación en generación, dejando en la memoria del pueblo un eco de lo fantástico. En este artículo nos adentramos en ese Agaete de antes, donde lo sobrenatural formaba parte de la vida diaria y lo increíble podía estar, literalmente, a la vuelta de cualquier esquina.

La historia de "Sebastián el de Marcial", el hombre que se enamoró de la Virgen de las Nieves.

La tabla de la Virgen de Las Nieves hasta 1963, antes del descubrimiento de la actual pintura que se encontraba debajo.

Cuentan los más mayores de Agaete que, hace muchos años vivía un hombre sencillo, algo excéntrico, llamado Sebastián, conocido como "el hijo de Marcial". Nadie sabía bien su edad, decían que era viejo desde joven, ni si hablaba con los hombres o con los espíritus. Siempre se le veía con una boina raída, una chaqueta de estameña llena de parches, y los pies descalzos aunque fuera invierno.

Sebastián era pescador, pero más que peces parecía pescar sueños. Dormía en cuevas y pasaba los días en la ermita de las Nieves, contemplando en silencio la imagen de la Virgen. Era una imagen hermosa, pintada sobre una tabla, de rostro sereno y mirada dulce, vestida de rojo, con manto azul, como los atardeceres de Agaete, cuando decíamos que la virgen estaba planchando. Y Sebastián en su trastorno, poco a poco, comenzó a enamorarse de ella.

No de la Virgen como símbolo, sino de ella, como si fuera una mujer de carne y hueso,viva. Decía que cuando todos se iban y él se quedaba solo, la Virgen le guiñaba un ojo. Juraba que sus labios se movían, que le hablaban en voz baja, que le sonreía con complicidad.

No estoy loco, muchacho, decía a quién se atrevía a reírse de él. La Virgen me espera. Solo le falta un paso para bajarse del cuadro y venirse conmigo a la cueva de Abelina. Allí le tengo un altar adornado con flores de buganvilla.

El cura, don Matías, intentó disuadirlo. Hasta le prohibieron entrar a la ermita durante un tiempo, pero él saltaba el muro que la rodeaba y rezaba desde la plazoleta, de rodillas, mirando por las rendijas del viejo portalón, por donde salía el reflejo del altar.

Una madrugada de agosto, poco después de las fiestas de Nuestra Señora de las Nieves, se desató una tormenta como no se recordaba en el norte de Gran Canaria. Truenos que partían el cielo, rayos que dibujaban cruces sobre el mar. Cuando los vecinos entraron a la ermita a la mañana siguiente, encontraron algo que los dejó sin aliento: el cuadro de la Virgen estaba vacío. Y en el suelo, bajo el altar, quedaban unas huellas mojadas, como si alguien hubiera bajado de la tabla de Flandes y caminado hacia la puerta. A medida que el sol que entraba por el ventanal, secaba las huellas, el cuadro retomó a su habitual estado.
Jamás volvieron a ver a Sebastián por la ermita.
Dicen que aún hoy, si subes de madrugada por el camino viejo de Las Nieves a los senderos de Tamadaba, al pasar por la cueva de Abelina, puedes escuchar el eco de una canción de amor suave, como rezada, entre las tabaibas. Y algunos pastores aseguran haber visto, justo cuando cae la neblina, a una mujer bajo un manto azul, de la mano de un hombre viejo, caminando entre las nubes bajas, como si flotaran...

Y entonces los más mayores te dicen:
No tengas miedo. Es Sebastián, el de Marcial. Por fin la Virgen salió del cuadro para irse a vivir con él.
En el otoño de 1963, gracias a la experta mano de los técnicos del Museo del Prado, aquella virgen de vestido rojo y manto azul que enamoró a Sebastián, "bajó del cuadro", desapareciendo para siempre, convirtiendo parte de la leyenda en realidad, dando paso a la de vestido verde y manto rojo que veneramos en la actualidad.

La botija del diablo.

En el camino al valle de Agaete, hay un promontorio llamado roque de Las Chobicenas. Ahí se dice que se reunían las brujas.

Roque de las Chobicenas.

Una noche hubo un gran congreso de brujas, un gran aquelarre. Vinieron de todo sitios. Esa noche decía la gente del valle que, se sentían cantos, risas y lamentos que las aterraban. Cantos como; "de Canarias somos, de Roma venimos, no hace un cuarto de hora que de allí salimos". También venían brujas de Cuba, venían de todos los sitios a hacerle reverencia al diablo que esa noche se reunía con ellas.
Comenta que aquello no era un asunto natural, que era una cosa más bien satánica, diabólica.
Al amanecer el día, un pastor que fue a echarle de comer a la vacas cuenta; que al ir a coger la hierba se encontró detrás de la manada, una mujer completamente desnuda.

Oye, ¿Tú quién eres? ¿Qué haces aquí?
-Yo me llamo Napala, soy de Perico, provincia de Matanza, en la isla de Cuba. He venido al gran aquelarre de esta noche y nos ha cogido el día. Nos entusiasmamos demasiado con el diablo que la aurora se nos echó encima. Y yo no puedo salir a la calle, ni coger mi escoba para irme a Cuba porque estoy totalmente desnuda.
¿Y qué quieres tú?
-Que me des ropa.
¿Y de dónde dices tú que eres?
-De Perico, en la isla de Cuba.
Ah, pero mira, es que yo tengo un hijo en Cuba. Hace ya mucho tiempo que no sé de él.
-Es que en tierra de Cuba, se olvida la tierra de Canarias. Pero si me das el nombre yo te diré quién es. Cuando esté en Perico ya yo hablaré con él.
Mira, se llama Narciso.
-¿Narciso Fuentes?
Sí.
-Anoche estuve yo hablando con él, casó con una rica hacendada de Oriente. Vive Muy bien, pero ella le tiene muy atado y no le deja venir para Canarias. Déjame salir, dame un traje.
Es que no puedo dártelo, yo quiero que me sigas contando.
Así llegó nuevamente la noche.
Las brujas se enracimaron en torno a ella, cantaban, chillaban, pero ella desapareció en forma de aguililla. Aguililla que aún se siente, que aún la presiente la gente de Agaete, huyen de las Tibicenas, no quieren pasar por la noche porque dicen que, ese canto es el alma de Napala, que está invocando un gran nuevo aquelarre, donde arrebatar y destruir totalmente al pueblo de Agaete.


La leyenda de Tamalía, enamorado de la estrella Venus.

Cuentan los más viejos del lugar que hace mucho, mucho tiempo, cuando Agaete aún vivía entre sombras y silencios, existió un joven conocido como "Tamalía". Era un muchacho callado, de mirada profunda, que pasaba las noches sentado en la orilla del mar, justo donde rompen las olas delante de la ermita de Las Nieves. Nadie sabía muy bien por qué lo hacía, pero él iba cada anochecer, siempre al mismo sitio, como si esperara a alguien.

Decían que estaba embrujado. Otros, que había perdido el juicio. Pero Tamalía no hablaba de ello, porque sabía que nadie le creería. Lo cierto es que Tamalía se había enamorado... pero no de una muchacha del pueblo, sino de una estrella.

No era una estrella cualquiera. Era el planeta Venus, el lucero de la mañana y la reina del atardecer. Tamalía decía que la veía bajar del cielo, como un resplandor que se deshacía en forma de mujer. Alta, de cabello largo y brillante como la espuma del mar, caminaba sobre el agua sin mojarse los pies, y se sentaba a su lado en la arena. Y él la peinaba con un espinazo de una sama tallada con sus propias manos, mientras, ella le cantaba canciones en un idioma que solo él entendía en sus sueños y delirios.


Así pasaban las noches. Nadie más la veía. Cuando llegaba el alba, Venus volvía al cielo, y Tamalía se quedaba solo, con los ojos brillando como si aún la llevara dentro.

Pero el amor entre un humano y una estrella no podía durar para siempre.

Una madrugada, cuando el cielo clareaba más de lo habitual, Tamalía comprendió que era la última vez que la vería. Venus, con tristeza en los ojos, le dijo que debía partir, que el tiempo de las cosas mágicas en la tierra se estaba acabando. Dicen que antes de irse, le dejó un último regalo: un rayo de luz que cayó sobre su pecho y que nunca se apagó.

Desde entonces, nadie volvió a ver a Tamalía. Algunos dicen que se lanzó al mar para seguirla. Otros creen que se convirtió en piedra y todavía mira al cielo desde alguna de las rocas que la bajamar deja al descubierto en la playa de atrás. Y hay quien afirma que, en ciertas noches claras, puede verse a Venus centellar justo encima de la orilla... y si se escucha bien, se oye el sonido de un peine pasando entre rayos de luna en forma de cabellos de luz.

La leyenda del burro con la oreja cortada

Hace muchos años, en el valle de Agaete, vivía un joven campesino enamorado de una muchacha que habitaba en una finca algo alejada del pueblo. Cada tarde, tras terminar sus labores, montaba su viejo burro y partía por los vericuetos del camino rumbo a la casa de su amada.

Una tarde, como tantas otras, cargó al burro con; una cesta de frutas y flores del valle, y emprendió el trayecto. Sin embargo, al poco de salir, el burro se detuvo en seco. Plantó las patas en la tierra y no hubo fuerza que lo hiciera avanzar. El joven tiró de las riendas, empujó desde atrás, le habló con dulzura, luego con enojo… pero nada. El burro, testarudo, no quería caminar.


Desesperado y sin entender qué ocurría, el joven tomó el naife (cuchillo), era costumbre en los campesinos llevarlo al cinto y en un acto impulsivo, le hizo un pequeño corte en la oreja al animal. No fue una herida profunda, pero sí lo suficiente para que el burro, sorprendido por el dolor, reanudara su marcha de inmediato, como si nada hubiese pasado.

Horas más tarde, ya en la finca, el joven llamó a la puerta de la casa de su amada. Para su sorpresa, no fue ella quien abrió, sino su suegra, quien solía mostrarse fría y recelosa. Esta vez, sin embargo, algo le llamó poderosamente la atención: la mujer llevaba un vendaje aparatoso cubriéndole una oreja.

¿Qué le pasó, doña? Preguntó el joven con curiosidad.

La mujer titubeó un segundo, buscó una excusa que no llegó, y finalmente cerró la puerta con brusquedad, dejándolo con más preguntas que respuestas.

Desde aquel día, comenzó a circular una historia entre los vecinos: que el burro no era otro que la suegra del joven, que se transformaba en animal para evitar que él visitara a su hija. Y que aquel corte, hecho con la mejor de las intenciones, rompió por un instante el encantamiento y reveló la verdadera identidad de la criatura.

Desde entonces, en Agaete se decía, entre risas y susurros, que hay suegras que no necesitan hablar para decir que no quieren visitas… basta con que se planten como un burro en mitad del camino.


La noche en que las brujas se llevaron a Cho Juan Díaz

En los tiempos de antes, cuando el silencio de la noche solo era interrumpido por el canto de las pardelas y el viento que bajaba de Montaña Gorda, vivía en el valle de Agaete un hombre conocido como Cho Juan Díaz. Era un hombre sencillo, de manos curtidas por la tierra, que vivía en la finca de Los Balos, donde cultivaba sus papas y cuidaba de unas pocas cabras.

Cho Juan tenía fama de escéptico. No creía en cuentos de brujas ni en apariciones. Cuando en las noches de tertulia los vecinos hablaban de luces que flotaban en los barrancos o de sombras que se cruzaban por los caminos, él reía y decía: ¡Eso son cuentos pa' asustar a los niños!

Pero una noche, todo cambió.

Era una madrugada sin luna, de esas que envuelven el valle en una oscuridad espesa. Cho Juan, que había salido a recoger una cabra rezagada, sintió de pronto un viento helado que no era de este mundo. Antes de poder reaccionar, una fuerza invisible lo levantó del suelo. No recuerda haber gritado, ni haber visto nada… solo un vacío repentino y un estremecimiento profundo.

Cuando volvió en sí, ya no estaba en Los Balos. Estaba tendido en lo alto de La Laja Amarilla, una gran roca solitaria situada en lo alto de Montaña Gorda, sobre los Berrazales. Era un lugar al que nunca había subido, y mucho menos de noche.

Desorientado y con el cuerpo entumecido, comenzó a caminar sin rumbo claro. Pero, como buen hijo del barranco, supo leer las señales del paisaje. Las piedras del camino, esas que conocía desde niño, le hablaban en silencio: una formación aquí, un risco allá, una vereda marcada por el agua.

Así, guiado por el instinto y por las piedras del barranco, descendió lentamente hasta que al amanecer llegó, exhausto, a su casa.

Pero lo que encontró allí lo dejó helado.

La puerta estaba entreabierta. Y el aire dentro olía fuerte, a monte, a algo amargo y salvaje. Sobre las repisas, en los rincones, colgadas de las vigas… había ruda y beleño, ramas secas de esas que, según los antiguos, usaban las brujas para proteger o embrujar.

Nadie las había puesto allí. Nadie, al menos, de este mundo.

Desde ese día, Cho Juan ya no volvió a burlarse de los cuentos de brujas. De hecho, hablaba poco. Se volvió más silencioso, más observador. Y cuando alguien preguntaba qué le pasó aquella noche, solo decía:

Ellas me llevaron… y me dejaron volver.

Y en Agaete, hasta hoy, se cuenta su historia al caer la tarde, cuando el viento baja de Montaña Gorda y las sombras vuelven a alargarse sobre el barranco.

Juan Viva y el juego de las brujas.

En un tiempo donde las noches eran más oscuras y los montes más vivos, vivía en el Valle de Agaete un muchacho llamado Juan Viva, hijo del conocido Pancho Viva, hombre noble y trabajador.

Juan era fuerte y curioso, amigo de internarse por los senderos del barranco y trepar por los riscos hasta los pinares de Tamadaba como si fueran su propio patio. Decían que tenía piernas ligeras y un corazón sin miedo.

Pero el miedo, como bien dicen los viejos, no siempre se aprende por consejo. A veces, hay que vivirlo.

Una noche sin estrellas, Juan salió a buscar un baifo (cabrito) que se le había escapado hacia la parte alta del monte. Subió por la vereda que lleva a las Chobicenas, sin saber que algo lo estaba esperando.

Apenas alcanzó el claro entre los riscos, un viento raro lo envolvió. No era brisa, ni alisio. Era como un susurro que giraba a su alrededor. Y entonces, escuchó las voces.

¡Tíramelo pacá! gritó una voz aguda desde las Chobicenas; ¡Ahí te va! Respondía otra desde lo alto del pinar de Tamadaba.

Juan no entendía nada. El suelo pareció moverse bajo sus pies y, en un parpadeo, ya no estaba donde creía. ¡Estaba volando! O eso sintió, porque el mundo giraba a su alrededor. Una fuerza invisible lo lanzaba por los aires, de un lado al otro del monte, como si fuera una pelota en un juego de brujas.

Una y otra vez, toda la noche, las voces se contestaban con risas y gritos: ¡Tíramelo pacá! ¡Ahí te va!

Y Juan, entre las Tibicenas (donde dicen que habitan los espíritus salvajes) y el Pinar de Tamadaba, volaba de un extremo al otro del barranco, mareado y sin poder gritar.

Al amanecer, lo encontraron cerca del Charco Azul, tumbado sobre una roca, los ojos abiertos como platos y la ropa al revés.

¿Qué te pasó, Juan? Le preguntó un vecino. Juan solo murmuró: Jugaban conmigo… no eran de este mundo.

Desde entonces, jamás volvió a subir solo a la montaña de noche. Y en Agaete, se dice que si alguna vez escuchas un “Tíramelo pacá” desde el monte, lo mejor que puedes hacer… es correr en dirección contraria.

Porque las brujas aún juegan en lo alto de Tamadaba. Y tú podrías ser su próximo “juguete”.

Cho Pepe y el baile de las brujas, la leyenda del Barranco de Mayo

Había en Agaete un hombre de buen temple y paso firme, conocido por todos como Cho Pepe el de la Somaíta. Vivía en las laderas cercanas a las cabras, donde la tierra se asoma al barranco como si quisiera mirar lo que viene desde el mar.

Una Pascua, regresando de Las Palmas, venía Cho Pepe bajando con sus dos mulas por la Cuesta de Armas, un camino empinado y pedregoso que serpentea hacia el corazón del valle. El sol se había ocultado y la sombra de la montaña empezaba a cubrirlo todo de un azul espeso.

Mientras avanzaba en silencio, oyó pasos suaves detrás de él. Al volver la vista, vio a una mujer sola, de rostro sereno y mantón oscuro, que le pidió con voz suave:

Don Pepe… ¿me lleva en una de sus mulas?

Cho Pepe, que era hombre de palabra y de ayuda, no lo dudó. La subió en la mula de atrás y siguieron camino abajo. No hablaron más. Solo el ruido de los cascos sobre la piedra y el leve crujir de las alforjas acompañaban el descenso.

Pero al llegar al Barranco de Mayo, justo en una llanada donde a veces pastaban sus cabras, algo cambió. El aire se volvió más tibio, casi pesado, y de pronto, Cho Pepe escuchó risas. No eran risas cualesquiera: eran carcajadas agudas, acompañadas por un eco extraño que venía del fondo del barranco.
Miró hacia la explanada y lo que vio le heló la sangre: Un gran aquelarre se celebraba bajo la luz de la luna. Mujeres desnudas danzaban en círculo, descalzas sobre la tierra, y en el centro del corro, una figura negra y temible dirigía el ritual con los ojos encendidos… ¡el mismísimo Diablo!

Cho Pepe no podía creer lo que veía. Las risas se tornaron gritos. Algunas brujas lo señalaron y corrieron hacia él con intenciones oscuras. Las mulas se agitaron, nerviosas.

Pero entonces, la mujer que había subido con él, la que parecía tan tranquila, saltó de la mula con agilidad de gato y se interpuso entre él y las demás.

¡Este no! Gritó con voz poderosa. ¡Él me ha ayudado! ¡Déjenlo ir!

Las demás se detuvieron. El Diablo alzó una ceja, como intrigado, y con un gesto brusco dispersó la escena. En un parpadeo, el baile se desvaneció como humo.

Cho Pepe siguió su camino sin mirar atrás, con el corazón acelerado y las manos temblorosas.

Cuando llegó a casa, no contó nada durante días. Pero con el tiempo, la historia salió, y en el pueblo se supo que, aquella noche, una bruja agradecida lo había salvado del aquelarre del Barranco de Mayo.

Desde entonces, por Pascua, nadie baja solo por la Cuesta de Armas.

Y si ves una mujer que pide llevarla en la mula… asegúrate de que no lleva los pies descalzos, ni sombra al caminar.

Las Brujas de Guayedra.

En las escarpadas laderas del Risco de Agaete, donde la tierra respira historia y el mar se escucha desde lo alto, nació a finales del siglo XIX un niño llamado Pedro Suárez Martín. Fue mi abuelo, y de él aprendimos a escuchar la tierra... y a temer ciertas noches.

De todos los cuentos que nos narró, hubo uno que siempre nos helaba la sangre. Decía que lo vivió con sus propios ojos, cuando aún era un chiquillo.

Aquel día habían venido a visitar a unos parientes al pueblo, desde el caserío del Risco, donde residían, catorce kilómetros separaban aquel rincón perdido del casco urbano de Agaete. Pedro, su madre y sus hermanos compartieron el almuerzo en familia, recogieron quesos, papas y otros productos de la tierra y, con el burro cargado, emprendieron el regreso por el antiguo Camino Real de La Aldea, una ruta empedrada, dura y solitaria.

El sol caía lento sobre los riscos, tiñendo de naranja el Faneque y los riscos de Tamadaba. Pero al llegar al barranco de La Palma, en los terrenos del cortijo de Guayedra, el burro se detuvo. No era un alto por cansancio. Era otra cosa.

El animal, inquieto, se negaba a avanzar. Le hablaban, le tiraban suavemente, incluso le azuzaron con una vara, pero en vez de seguir, comenzó a caminar hacia atrás, temblando.

Entonces ocurrió. Al otro lado del barranquillo, justo donde el camino desaparecía entre las piedras, se encendió de pronto una hoguera. Un fuego alto y violento, que lanzaba chispas al cielo y pintaba los riscos cercanos con un resplandor rojo intenso.

Y alrededor de la llama, danzaban varias mujeres. Iban sueltas de ropas, con los cabellos al viento, riendo, girando, cantando palabras que no eran de este mundo. Daban vueltas al fuego como en trance, invocando algo… o a alguien.

Los niños quedaron paralizados. La madre, en cambio, sacó fuerzas del miedo. Se hincó de rodillas y empezó a rezar con fuerza. Sus labios temblaban mientras murmuraba salmos, pidiendo protección.

Al terminar, se puso en pie, trazó una gran cruz en la tierra polvorienta con una vara… y en ese instante, las mujeres soltaron un grito desgarrador. La hoguera se apagó como si una ráfaga del infierno la hubiese aspirado, y con ella, todo se desvaneció. No quedó ni humo, ni sombra. Solo la noche, más negra que antes.


El burro entonces soltó un bramido, agitó las orejas… y empezó a caminar como si nada. Nadie dijo una palabra hasta llegar a casa.

Su madre, ya a salvo, le dijo al oído:

Eran chubicenas… brujas. Estaban invocando al diablo.

Y así, aquella noche de la hoguera en Guayedra se convirtió en historia viva. Porque cuando los abuelos cuentan algo sin parpadear, no es leyenda… es verdad dicha en voz baja.

Al comprobar la toponimia del lugar, me sorprende que, en las proximidades de la casa del barranco de la Palma, cortijo de Guayedra, donde mi abuelo situaba el hecho, en lo alto de la ladera, muy cerca de donde pasaba el antiguo camino real al Risco, existe un lugar llamado "Chobicenas" y algo más al sur otro con nombre Chibicenas.

Según muchos investigadores, las tibicenas o chibicenas eran para los antiguos canarios seres demoníacos o malos espíritus, que adoptan formas humanas, normalmente de mujer o de animales imposibles, más grande de lo habitual, lanudos, con grandes cuernos, ojos enrojecidos que se iluminan por la noche, agresivos..., los demonios de los que hablaban los antiguos canarios. Nuestros mayores siempre creyeron en ello, en las que ejercían la brujería que llamaron chubicenas, en lo misterioso, de lo que hay abundantes testimonios en Agaete, un pueblo de leyenda.


Según nuestros ancianos, las Chubicenas, las brujas y sus aquelarres dejaron de existir "cuando llegó la luz eléctrica", pues eran incompatibles con la electricidad y la luz. Existieran o no, fueran un mito, una leyenda solo para meternos miedo, alucinaciones propias de brebajes o una realidad, siempre fue agradable escuchar esas historias a nuestros abuelos, fuentes de experiencias.

Bibliografía y fuentes:

Testimonios y recuerdos novelados por mi, de:

Manolo Barroso, Pedro Suárez Martín mi abuelo y Andrea Suárez García, mi madre.

lunes, 21 de abril de 2025

CINCO SIGLOS DE LA PARROQUIA DE LA CONCEPCIÓN, PREGÓN ANIVERSARIO POR EL AUTOR DEL BLOG.

 

150 años de la construcción del templo de Nuestra Señora de la Concepción.

AGAETE, 21 DE ABRIL DE 2025.

Reverendo Párroco, distinguidas autoridades, queridos vecinos, ser elegido para dar el pregón en esta ocasión tan especial es un honor que recibo con humildad y alegría. Estimado don José Antonio, agradezco profundamente la confianza que han depositado en mí para compartir unas palabras en un momento tan significativo para nuestra comunidad, conmemorar el 510 aniversario de la fundación de la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción, además del 150 aniversario del comienzo efectivo de las obras de este templo donde nos encontramos y los 145 años de la llegada de la imagen de la purísima Inmaculada.

Es un día que nos invita a la gratitud, a la reflexión y, sobre todo a los creyentes, a renovar nuestro compromiso con la fe que nos ha sostenido durante estos 510 años.

Ser pregonero no es solo proclamar con palabras, sino también con el corazón, con la alegría de saber que esta parroquia ha sido y seguirá siendo el centro de nuestra vida espiritual, el hogar donde encontramos a Dios y donde la Virgen María, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, desde hace ya más de cinco siglos, nos acoge con su amor.

Esta celebración no es solo un número en el tiempo, sino el testimonio vivo de una comunidad que ha sabido mantenerse firme en la fe, transmitiendo de generación en generación los valores del Evangelio, el amor a Dios y la devoción a la Virgen, nuestra madre para los creyentes y nuestra patrona para todos.

Para comprender la grandeza de este momento debemos remontarnos al origen de nuestra parroquia. Erigida hace 510 años en una sencilla y pequeña capilla sita en la trasera de esta iglesia que un voraz incendio destruyó la víspera de San Pedro de 1874, años después, aquí continúa, en este majestuoso y austero templo en que nos encontramos, centro espiritual de nuestra comunidad, el lugar donde nuestros antepasados encontraron consuelo, orientación, fortaleza en tiempos de alegría y también en tiempos de prueba. Aquí se ha escrito gran parte de la historia de nuestra villa; en cada piedra de sus muros y columnas, en cada imagen sagrada que nos acompaña, en cada altar y en cada rincón, se guardan los recuerdos de nuestras tradiciones y celebraciones, donde el eco de risas y lágrimas se entrelaza, formando el tejido de nuestra identidad y legado.

A lo largo de todos estos años, nuestra parroquia ha visto pasar innumerables generaciones; hombres y mujeres que, con su esfuerzo y fe, han mantenido vivo este espacio sagrado, sin olvidar a los sacerdotes que hicieron posible el camino y nos guiaron con su sabiduría.

Nuestros padres, abuelos, todos nuestros antepasados y nosotros mismos recibimos aquí los sacramentos que marcaron nuestras vidas. Nuestras familias han venido con devoción a pedir la intercesión de la Virgen, y todos hemos crecido con el sonido de las campanas que nos avisan de la vida y de la muerte o simplemente nos llaman a la oración.

Pero también hemos vivido momentos difíciles y de dolor, tiempos de crisis, de conflictos, de despedidas de nuestros seres queridos, de incertidumbre… y, sin embargo, la fe ha prevalecido. Porque esta parroquia no es solo un edificio, sino un hogar espiritual donde Dios se hace presente, donde la Virgen nos abraza y en el que cada uno de nosotros encuentra su refugio y su fuerza.

A través de los libros de fábricas y otros documentos que obran en el archivo parroquial podemos recomponer la historia de nuestra congregación; así podemos comprobar en los documentos más antiguos que la fundación oficial de nuestra parroquia tiene lugar durante las constituciones sinodales del obispo don Fernando Vásquez de Arce, celebradas entre 1514-1515, dejando entrever que la pequeña iglesia sobre la que se fundó es anterior, es decir, que ya existía desde unos cuantos años antes de la creación oficial de la parroquia.

En el primer libro de fábrica de nuestro archivo eclesiástico, entre otras, podemos leer lo siguiente:

«El Ilmo. Señor D. Fernando de Arce. Año de 1515, "Ya antes muchos años, había Iglesia en esta Villa de Agaete…”

 

Siendo religiosidad y conquista un binomio indisoluble, podemos afirmar que la ocupación de Canarias no solo era un acto militar, sino también una cruzada espiritual. El primer alcaide de la Torre de Agaete, el capitán Alonso Fernández de Lugo, tuvo que tener un papel importante en la promoción del patronazgo de la Inmaculada Concepción en nuestra villa y en todas las Islas Canarias. No tenemos datos certeros que confirmen esta teoría, pero sí de que, tras la conquista de Tenerife, mandó construir la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción en San Cristóbal de La Laguna. La elección de esta advocación no fue casual. En la España de finales del siglo XV y principios del XVI, la creencia en la Inmaculada Concepción de la Virgen era defendida con fervor, especialmente por la Monarquía Católica y diversas órdenes religiosas. Fernández de Lugo, como hombre de su tiempo y fiel a la Corona, probablemente compartía y promovía este dogma como parte de su misión evangelizadora en los territorios recién conquistados.

Por lo que podemos entender que, desde la llegada de la fe cristiana a Agaete, con aquellos castellanos en el mes de agosto de 1481, pudo ser el Capitán Alonso Fernández de Lugo, alcaide del primer asentamiento poblacional, el que mandara construir aquel primer edificio religioso bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, muchos años antes de constituirse como parroquia.

Ese tercer sínodo diocesano, de donde surgió la feligresía de Agaete, tuvo dos sesiones; la primera transcurrió del 22 de noviembre al 7 de diciembre de 1514, y la segunda del 18 al 23 de abril de 1515. En la primera sesión se aprobaron 162 constituciones. Los temas más importantes tratados fueron: vida y honestidad de los clérigos, beneficios y prebendas, Patronato Regio, parroquias, diezmos y ofrendas, oficios divinos, inmunidad eclesiástica, simonía, maestros de enseñanza, sortilegios y hechicerías, usura, clérigos excomulgados, penitencias y perdones.

 

Cuando solo faltaban pocos días para clausurar el sínodo, surgió una polémica que paralizó su continuidad. El obispo planteó la necesidad de crear nuevas parroquias como beneficios patrimoniales en las islas más pobladas, entre ellas la de Agaete. Hubo una fuerte oposición por parte de la mayoría de los curas sinodales. En el fondo, lo que se defendía por parte de los beneficiados era no perder parte de las amplias jurisdicciones que tenían y la rentabilidad económica que aportaba a sus curatos, argumentando que no era necesario aumentar el número de parroquias porque las islas estaban ministerialmente bien atendidas. Al obispo don Fernando no le convencieron estos argumentos y decidió suspender temporalmente el sínodo para hacer visita pastoral a los pueblos e informarse personalmente del estado en que se hallaban los feligreses. Tengamos en cuenta que en Gran Canaria solo había tres parroquias con beneficiado, es decir, con rentas propias: El Sagrario en Las Palmas, Telde y Gáldar. Terminada la visita pastoral, el obispo abrió la segunda sesión del sínodo, que tuvo lugar, como dijimos anteriormente, entre el 18 y el 23 de abril de 1515. El prelado, fundamentado en los datos e informes recogidos en su visita a los pueblos, aprobó con el apoyo de los sinodales la creación de nuevos beneficios patrimoniales y sus parroquias anejas, entre otras la iglesia servidera o aneja de Agaete, dependiente y atendida por la parroquia de Santiago de Gáldar, cuyo cura está obligado a poner un clérigo que diga misa y administre los sacramentos en nuestro pueblo.

En principio, dada la escasa población de la localidad, menos de cuarenta habitantes, que no daba ni para mantener al cura, la parroquia depende de la matriz de Gáldar, siendo atendida en los primeros años por monjes del convento de San Antonio de dicha localidad.

Aunque hay algunas dudas, no es hasta 1533, cuando ya acumula un patrimonio suficiente para mantenerse por sí sola y erigirse en parroquia, aunque no se desliga de la de Gáldar definitivamente hasta 1594, ochenta años después de su creación.

Por los inventarios parroquiales y otros documentos podemos saber cómo era aquella pequeña iglesia y qué tesoros acumulaba. Situada en el lugar donde en la actualidad se encuentra el Centro Parroquial y alrededores, sabemos que contaba con varias capillas y altares con imágenes muy veneradas, como la de la virgen de la Candelaria, la virgen de la Concepción, la virgen del Rosario, la virgen del Carmen, cuadros de la Inmaculada, de las Ánimas, San Sebastián y muchas pequeñas obras de arte más. Todo el solar estaba rodeado de una muralla, probablemente algo parecido a la ermita de Las Nieves, y en el exterior un recinto dedicado a cementerio. Por los documentos sobre tumbas conocemos que en las distintas capillas estaban enterrados los grandes personajes de la época, entre otros; Antón Cerezo, donante del tríptico de Nuestra Señora de Las Nieves, el Capitán Alonso de Medina y otros nobles . Su interior era de estilo mudéjar.

Por los inventarios y testimonios de las visitas de los obispos y otras autoridades eclesiásticas podemos saber que el tríptico de Nuestra Señora de Las Nieves, que llegó entre 1536 y 1537, estuvo en la iglesia matriz de la Concepción bajo su advocación hasta 1687, que aparece definitivamente en los inventarios en su ermita, ya bajo el patrocinio de Virgen de Las Nieves.

Aquella vieja iglesia, la tarde-noche de la víspera de San Pedro de 1874, fue pasto de las llamas de un devorador incendio que la destruyó por completo, el relato es el siguiente:

Al estar el cura don Antonio González Vega indispuesto por un resfriado, a las siete y media de la tarde el sacristán realizó el rezo del novenario al apóstol. A las nueve el sacristán volvió para tocar a ánimas, marchándose sin observar nada anómalo en la iglesia. A las nueve y media las llamas ya salían por las ventanas. En cuestión de minutos, el fuego destruyó por completo el pequeño templo, ante la atónita mirada de la Virgen de la Concepción, patrona de la villa, que desde el altar mayor observaba. Las llamas fueron consumiéndolo todo, hasta que le llegó el turno a la misma "Purísima".  Más de tres siglos de historia, junto con las obras de arte que la vieja iglesia había acumulado, desaparecieron en cuestión de instantes. El rico artesonado mudéjar del techo se desplomó, lo único que quedó en pie fue el paredón que se encontraba detrás del altar mayor y en la hornacina las cenizas de la pequeña imagen de la virgen de la Concepción, patrona de la villa. 

Gracias a la sagacidad y valentía de algunos vecinos, entre ellos el alcalde D. Antonio de Armas y Jiménez que, con gran riesgo personal, forzaron una puerta lateral y entraron en la sacristía, se rescataron los libros y legajos del archivo parroquial, algunas vestimentas del ceremonial religioso y otros pequeños objetos de culto, además, se salvaron las campanas.

De aquella tragedia quedó una copla en la memoria de los agaetenses que dice así:

El veintiocho por la noche el fuego devorador

en menos de media hora sin iglesia nos dejó.

La purísima sin mancha permanecía en pie

dándonos la despedida para nunca más volver...

 Parece que se le achacaron las causas del fuego a unas velas mal apagadas cerca del altar.

Pero si las llamas destruyeron el templo material, jamás pudieron apagar el verdadero templo de Dios; el templo vivo que eran aquellos agaetenses, su pueblo fiel que demostró que después de la prueba siempre viene la esperanza, que después de la tempestad viene la calma, que después de la ceniza siempre florece la vida.

A 150 años de aquella tragedia, no solo miramos con nostalgia el pasado, sino con gratitud por el camino recorrido. Porque de las llamas renació un pueblo fortalecido en la fe, dispuesto a reconstruir no solo su iglesia, sino también su esperanza. Hoy somos herederos de aquella perseverancia, de aquel amor por nuestra Virgen María, ya sea bajo la advocación de la Inmaculada Concepción o nuestra querida Virgen de Las Nieves, que nos han acompañado en cada prueba y en cada bendición estos últimos cinco siglos.

Y como la fe mueve montañas, meses después de aquel fatídico incendio, con el trabajo de todo el pueblo, poco a poco fue resurgiendo el nuevo templo.

La primera piedra de esta iglesia de la Concepción se colocó el 18 de octubre de 1874, por el obispo don José María de Urquinaona, como manda la tradición católica, en el lugar donde iba a situarse el altar mayor.

Los primeros planos se recibieron en noviembre de ese mismo año, y comienza su construcción entre finales de 1874, y principios de 1875, por lo que estamos ante otra celebración, los 150 años de la iniciación de los trabajos de este magnífico templo.

En 1875, el maestro de obras, don Francisco de la Torre y Sarmiento, encargado de los planos y la dirección de la edificación, presentó los últimos, correspondientes a la fachada. Se aprovecharon las piedras del antiguo templo para construir los cimientos. La familia de Armas ofreció su horno de cal sito en Las Nieves para la confección de dicho material, muy necesario en la obra. La familia Manrique de Lara ofreció las piedras rojas de sus canteras en Las Chovicenas, La Suerte y Las Longueras.  Todo el pueblo colaboró para su traslado, abriéndose caminos nuevos para las carretas y camellos que transportaron los materiales.

Sobre este maestro de obras, don Francisco de la Torre, es de destacar que, en 1863, en vista del abandono y falta de decoro en que se encontraba el cementerio parroquial, realiza el proyecto de cerramiento y de la sencilla pero elegante fachada de nuestro campo santo.

Durante los primeros meses de la fabricación del nuevo templo, el culto se trasladó a la ermita de San Sebastián, donde se colocó la campana que se había salvado del incendio de la antigua iglesia. En agosto de 1875, el culto se traslada a un salón propiedad de José de Armas Pino, situado en la plaza Andamana, actual plaza de Tomás Morales, por ser más amplio que la ermita.

Dada la enorme dificultad económica que había; se hicieron rifas, bailes y toda clase de eventos para seguir con la edificación del templo. Así podemos ver en los libros de la junta de construcción la brillante ocurrencia del maestro Don José Sánchez y Sánchez, que, en vista de que las columnas se habían quedado estancadas en una altura de dos metros por falta de presupuesto, presenta un proyecto, que consiste en que los particulares que financien con un donativo uno de estos pilares hasta el capitel, sus nombres permanecerían en un cartel adosado a la columna hasta la inauguración del templo, estableciendo el coste de cada una en 80 pesetas de la época. La tradición oral dice que los nombres se encuentran en el interior de las columnas en una botella.

El 14 de diciembre de 1878, se hace cargo de la parroquia el sacerdote don Juan Valls y Roca, tomando un impulso las obras. El 2 de febrero de 1879, se inaugura la primera capilla con la iglesia a medio hacer. Es tal el gentío que acude, que no caben en el recinto, por lo que el cura solicita ampliar en dos arcos más el proyecto, a lo que la junta de construcción accede.

En 1881, se decide sustituir el techo previsto de madera, por otro de piedra al resultar más económico, el que vemos actualmente. El 8 de julio de 1892, diecisiete años después de comenzar, se dan por concluidas las obras, siendo recibidas por la junta diocesana.

No podemos olvidarnos de que también celebramos los 145 años de la llegada de la actual imagen de la Inmaculada, recibida en 1880, así consta en los libros de actas de la junta de construcción, donde con fecha de 17 de mayo, podemos leer; “Bajo la presidencia del párroco Don Juan Valls y Roca, transmitimos el agradecimiento a Don Francisco de Armas, residente en Puerto Rico, por la donación de una imagen de la Virgen María en su purísima Concepción, de tamaño real”.

A lo largo de estos 145 años, generaciones enteras han caminado por estas naves, han doblado las rodillas ante su altar y han elevado sus oraciones al cielo, han venido a sus pies para pedir su intercesión en momentos de dificultad, para agradecerle los dones recibidos o para confiarle nuestros sueños y esperanzas.

Los tiempos en ocasiones no han sido fáciles para la iglesia, porque la fe, como la vida misma, a veces se ve zarandeada por los vientos de este mundo. Permítanme recordar, con respeto y sin afán de reabrir heridas, aquellos momentos en que nuestra parroquia se enfrentó a sombras por la intervención política. No fue un tiempo de paz, sino de prueba; un capítulo en que las decisiones humanas, con sus intereses y sus errores, quisieron interponerse en el sagrado latir de esta comunidad. 

Pero, como siempre ha ocurrido bajo el amparo de Nuestra Señora, la fe de este pueblo supo resistir, demostrando que ni las tormentas terrenales pueden apagar la luz que arde en el corazón de quienes se refugian en ella, revelando la villa de Agaete que, el fervor religioso de un pueblo puede ser más fuerte que cualquier imposición gubernativa. Así quedó probado en aquella celebración de la procesión en honor a la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 1931, cuya realización fue prohibida por las autoridades gubernativas. Sin embargo, la comunidad, en un acto de fe y resistencia, decidió llevarla a cabo pese a las restricciones impuestas.

Días antes de la festividad, la administración local recibió un telegrama oficial del gobernador de la provincia, en el que se informaba de la prohibición de la tradicional procesión. Las razones esgrimidas aludían a cuestiones de orden público y seguridad, aunque muchos ciudadanos vieron en la medida un intento de socavar sus creencias y tradiciones centenarias. Lejos de acatar la decisión, los devotos comenzaron a organizarse, decididos a rendir homenaje a la Virgen de la manera que habían hecho generación tras generación.

El día señalado, al mediodía, los habitantes del pueblo se congregaron en las inmediaciones de la parroquia, entonando cánticos marianos y rezando el rosario. Con la iglesia llena a rebosar, el párroco, D. Juan Hernández Quintana, en su homilía desde este púlpito advierte a los feligreses la prohibición gubernativa de sacar a la patrona a la calle, formándose un gran alboroto, decidiendo los presentes sacar la imagen y emprender el recorrido por las calles principales como desde muchos siglos antes se venía haciendo.

La imagen de la Inmaculada, portada en andas por los voluntarios, avanzó con solemnidad entre la multitud. El desfile religioso se desarrolló pacíficamente, en un ambiente de recogimiento y profunda devoción.

convirtiendo la procesión en un símbolo de la resistencia de la fe ante las restricciones políticas impuestas. La manifestación espontánea y masiva dejó en evidencia el arraigo de las tradiciones religiosas en la identidad del pueblo de Agaete y generó un debate sobre los límites entre la autoridad gubernamental y la libertad de culto.

Al finalizar el recorrido, la imagen de la Virgen fue devuelta a la parroquia entre vítores y aplausos. El evento concluyó sin incidentes mayores, pero con una clara lección para las autoridades: la fe de un pueblo no puede ser prohibida ni acallada con decretos. Más allá de la controversia, lo ocurrido reafirmó el compromiso de la mayoría de esta villa con sus valores espirituales y su determinación de preservar sus costumbres frente a cualquier adversidad.

El incidente se saldó con una multa que impuso el gobernador civil al párroco; curiosamente, fue el único que no asistió a la procesión, ni permitió que la cruz alzada la acompañara.

En junio de 1933, el alcalde Pepito Armas, en cumplimiento de las nuevas leyes republicanas que pretenden secularizar la vida pública, incautó el cementerio, hasta ese momento propiedad de la iglesia, solicitando al cura párroco la entrega de las llaves del campo santo, llevándose a cabo el requerimiento el 20 de junio de 1933, entregando el propio cura al alcalde las llaves del cementerio que pasó a propiedad municipal hasta 1936, en que le es devuelto a la iglesia tras el golpe de estado del 18 de julio.


Los años treinta del siglo pasado, marcados por la tragedia de la Guerra Civil, sacudieron profundamente la vida de nuestro pueblo. La parroquia, como corazón espiritual de la comunidad, no fue ajena a aquellas tensiones que dividieron dolorosamente a la sociedad. En medio del conflicto, veintiocho vecinos de Agaete desaparecieron trágicamente, dejando una herida que aún perdura en nuestra memoria.

Sin embargo, según la tradición oral, aquella tragedia pudo haber sido aún mayor en esta villa, de no ser por la valiente intervención del obispo Pildain, en una de sus visitas en aquellos días al pueblo, con su voz serena y decidida logró frenar, en parte, la violencia desatada. Su compromiso con la justicia y la dignidad humana es un legado que también forma parte de nuestra historia.

Pildain en Agaete.

Y fue en esos tiempos oscuros cuando la parroquia alzó su voz como espacio de consuelo, de recogimiento y de esperanza. Porque incluso en los momentos más difíciles, su presencia ofreció abrigo, fe y un hilo invisible que mantuvo unido Agaete.

Hoy, al conmemorar los 510 años de su existencia, honramos no solo su historia de piedra y de fe, sino también su papel como testigo y refugio de generaciones. Y en ese recuerdo, cabe también la memoria de quienes ya no están, pero siguen vivos en el alma de este pueblo.

Si hoy miramos sin rencor y con gratitud el pasado, también debemos mirar con esperanza el futuro. Somos herederos de un legado sagrado, y nuestra misión es asegurarnos de que siga vivo en las generaciones venideras.

En este aniversario, no puedo dejar de recordar con especial cariño a nuestros hermanos inmigrantes, muchos de los cuales han llegado hasta aquí en condiciones difíciles y con un camino lleno de desafíos. Aunque para la mayoría su situación legal es incierta, no podemos olvidar que son hijos e hijas de Dios, dignos de respeto, compasión y fraternidad. Su esfuerzo y su esperanza nos conmueven y nos deberían enseñar a vivir con más humildad y solidaridad.

Debemos seguir construyendo una comunidad donde reine el amor de Dios, donde los más necesitados encuentren apoyo, donde los jóvenes descubran su vocación y donde todos podamos crecer en la fe.

 Llegando ya al final de este pregón, un humilde intento de ensalzar la memoria y el legado de los 510 años de nuestra querida congregación, no quisiera terminar estas palabras sin enviar un saludo y desearle una pronta recuperación a don Antonio Cruz y Saavedra, verdadero experto en la historia de nuestra parroquia, de cuyos trabajos he extraído algunos de los datos expuestos en este pequeño pregón.

Sigamos con el mismo espíritu de nuestros antepasados, renovando nuestras creencias y nuestra entrega al servicio de Dios, de los demás y de nuestro pueblo. Que Nuestra Señora la Purísima Concepción, alcaldesa mayor y perpetua de nuestro pueblo,  nos siga guiando con su luz y nos conceda la gracia de mantener viva esta parroquia, no solo como un templo de piedra, sino como un hogar de fe, esperanza y caridad.

Muchas gracias y que la Inmaculada Concepción nos bendiga a todos.

 

JOSÉ RAMÓN SANTANA SUÁREZ. -