Salvador Martín Rosario nació en 1939, en San Nicolás de Tolentino, entonces una pequeña aldea aislada del resto de la isla, aferrada a la tierra y al mar como se aferran los recuerdos a la memoria. Sus padres, oriundos del Risco de Agaete soñaban con una vida mejor, pero la pobreza los envolvía cada día más en su estrecho abrazo. Desde su nacimiento en una infravivienda, Salvador conoció la miseria y el frío de la desolación, viviendo en una cabaña austera y miserable, donde el piso era la misma tierra, donde el viento susurraba historias de penurias y dolor.
La vida de Salvador dio un
giro trágico cuando contaba con apenas un año de edad. Una tarde, cuando su
madre, Juana, de 32 años de edad y embarazada de su quinto hijo, se encontraba tostando millo en un lebrillo para llevarlo al cercano molino
y tener un poco de gofio con que alimentar a la familia, sufrió un accidente
fatal. Al tostar el millo sobre una frágil lumbre de leña, el vestido de su progenitora
atrapó una chispa, su larga cabellera que le llegaba a la cintura sirvió de
mecha y el fuego la devoró rápidamente, a pesar de que salió corriendo envuelta
en llamas hasta una acequia próxima donde logró apagarlas, a los tres días, su frágil cuerpo colapsó a consecuencia de las graves quemaduras que sufrió.
Salvador, que se encontraba próximo a su madre, supo años después por su
hermana, que fue salvado por ella que arrastras lo sacó del cuarto en llamas. Con
apenas un año se quedó solo, junto con sus tres hermanas y su padre.

Salvador, mal alimentado y con delicada salud, su padre, abrumado por la tragedia y la pobreza, decidió ingresarlo en el hospital San Martín que prometía cuidado y protección, aunque la realidad se convirtió en una pesadilla.
Salvo unos meses que se lo
llevaron a aquel cuarto de la tragedia en la Aldea, para intentar recuperarse
de una desnutrición severa, en el hospicio, abandonado, pasó su triste infancia.
Los meses que pasó en San
Nicolás dormía junto a su padre en una vieja cama de hierro y desde la primera
noche y todas las noches que pasó en el lugar, al acostarse escuchaba tres
golpes seguidos uno detrás de otro; el primero en una lata de aquellas que
traían el pimentón “Titan” a granel, donde guardaban el gofio, el segundo lo
sentía en la punta metálica de un arado que se encontraba junto a la pared y el
tercero en un viejo locero, seguido de unos ruidos bajo la cama. Cuando le
preguntó a su padre por aquellos extraños ruidos que se repetían todas las noches, solo le dijo; “cállate y duerme”. No tiene ninguna duda de
que el espíritu de su madre rondaba por aquel cuarto de triste recuerdo.
Pasado unos meses, algo más recuperado, su progenitor lo devolvió al hospital San Martín, donde pasó todo el tiempo hasta que, con ocho años, tras experimentar el desamor familiar, el frío y el hambre, fue trasladado al orfanato de San Antonio (Las Palmas), donde las sonrisas eran un lujo que no podía permitirse. Aún con el corazón roto por la falta del cariño familiar, Salvador llegó a esa nueva institución con la esperanza de encontrar un nuevo hogar, pero solo le esperaba la desidia.
Las monjas que lo gestionaban
imponían un régimen estricto, y cada día se llenaba de castigos y desprecio.
Recibía más golpes que palabras de aliento, y su espíritu, en lugar de
fortalecerse, se quebrantaba con cada abuso.
Una de las peores palizas que Salvador recuerda y
que recibió de las monjas ocurrió cuando tenía unos doce años. Tras asistir a
misa en una iglesia cercana donde ayudaba como monaguillo, decidió no volver
al internado. La nostalgia y la falta de afecto familiar, habían pasado más de
tres años sin recibir ninguna visita, lo llevaron en busca de un pariente
lejano del que apenas recordaba dónde vivía. Caminó los más de siete kilómetros
que separan Vegueta de la Isleta, hasta localizarlo en la parte alta de la
barriada. Sin embargo, al llegar, este familiar lo metió en un taxi y lo
devolvió al internado sin más palabras.
A la mañana siguiente, una de las monjas de la que
recuerda su nombre, sor Aurora, lo encerró en un cuarto y, con un palo que
llevaba escondido bajo el hábito, le dio una paliza tan fuerte que Salvador
lloró hasta quedarse sin lágrimas. Como si eso no bastara, la monja mandó que le
cortaran el pelo en una franja por medio de la cabeza, ridiculizándolo frente a
sus compañeros que se burlaron de él sin piedad. Cuando me contaba esta
historia con todo lujo de detalles, a sus 85 años y una mente privilegiada,
todavía se le quebraba la voz y las lágrimas regresaron a sus ojos, resbalando
por sus mejillas.
La vida en el orfanato no era más que un ciclo de sufrimiento. Salvador creció rodeado de otros niños que experimentaban la misma soledad y tristeza, y aunque formaron lazos entre ellos, el sistema estaba diseñado para despojarlos de sus esperanzas. A los catorce años, cuando las monjas decidieron quitárselo de encima, pretendieron que ingresara en el seminario. Salvador, sintiéndose atrapado y sin rumbo, aprovechó la ocasión para iniciar una nueva aventura. Dejó atrás las frías paredes del internado, decidido a retomar su vida, le dijo a la monja que no tenía vocación y lo pusieron en la puerta de la calle.
Aprovechó que el barbero del
colegio conocía y era vecino de su progenitor en el barrio de Casa Blanca (Firgas),
le pidió que lo llevara con él, dándole una desagradable sorpresa a su padre
cuando lo vio llegar después de años sin verlo y sin preocuparse por él, "se quedó blanco", ya se había casado nuevamente con una lugareña.
Allí mal vivió durante dos
años en una chabola, sin agua ni luz, sin baño, en una zona que le decían el
pedregal.
Tras esos años volvió al Risco
de Agaete, Salvador se encontró con la cruda realidad, sobrevivió acarreando
monte y pinocha. Había ido a buscar consuelo y solo halló más miseria. En
vez de un hogar se encontró vagando por chamizos y pajares que le prestaban
familiares para que pernoctara.
Consiguió un trabajo en la construcción de la presa de Tirma. Como tenía que permanecer en el lugar de lunes a viernes, construyó un refugio rudimentario en un solapón de apenas 80 cm. de profundidad, al que añadió un pequeño muro de piedras para protegerse del frío y las inclemencias del clima. Allí mal vivió durante año y medio a base de fideos y papas, durmiendo en un jergón.
Su juventud se convirtió en
una lucha constante por la supervivencia. Su pequeño cuerpo se acostumbró al
trabajo duro, mientras su mente buscaba maneras de escapar de aquella dura
realidad.
Salvador, un joven de
diecinueve años, pese al rechazo que siempre encontró en su barrio, según sus
propias palabras; por su extrema pobreza y desaliño, él siempre intentó integrarse
y ser uno más en el caserío del Risco.
LA LEYENDA DE LAS TIBICENAS (LOS
PERROS) DEL BARRANCO DE LA PALMA.
Al caer la tarde, mientras la
música se apagaba y las luces del pueblo parpadeaban a lo lejos, sus amigos lo
dejaron atrás, regresaron en la camioneta al Risco, olvidándose de que Salvador
había quedado solo en el pueblo. A pesar del desánimo, decidió volver caminando
al pajar que era su hogar, un camino que le llevaría al menos unas cuatro
horas. Empezó su andanza sintiendo que la noche se cernía sobre él como un
manto oscuro.
Al avanzar, los últimos rayos
de luz se extinguieron y la brisa fresca nocturna le erizó la piel. Cuando
llegó a un lugar conocido como el barranco de la Palma, se sintió atrapado en
un silencio inquietante, un susurro en el aire que le advertía de que algo no
estaba bien. Fue entonces cuando una jauría de lo que en principio parecían perros
apareció ante él, con una presencia tan impresionante como inquietante.
Encabezada por dos grandes canes de aspecto extremadamente majestuosos, y cuyas enormes
cabezas les pareció de personas, les seguían tres perros más pequeños, todos
alineados en perfecta fila india, como si estuvieran bajo una extraña orden
sobrenatural.
Sin ladrar ni emitir un solo
sonido, los animales se acercaron a él, lo observaron fijamente. Salvador quedó
paralizado, sintiendo un terror que nunca había experimentado. Allí, a solo
medio metro del primero de los perros, pensó que ese era su final. Con terror,
recordó algo que siempre había oído: “si te enfrentas a un ataque de perros, no
debes parpadear ni correr.” Así que se mantuvo firme, con los ojos fijos en los
canes. Por su mente pasó toda su desgraciada vida y pensó que era su último
día, que iba a morir despedazado, se acordó de su madre fallecida y su trágico
final.
El perro que lideraba la
jauría, como si estuviera evaluando algo, ladeaba la gran cabeza con rasgos
humanos, hacia un lado y otro, mirando la parte posterior de Salvador, lo que lo
llenó de un temor aún mayor. “¿Qué hay detrás de mí?”, pensó con nerviosismo,
sintiendo que podría ser la única distracción que garantizara su supervivencia.
Fue en ese instante de terror absoluto cuando escuchó un susurro familiar que desató una sensación de calidez en el fondo de su corazón; "tranquilízate, Salvador, no te va a pasar nada, cálmate". No tiene dudas de que esa voz era su madre. Esas palabras de consuelo resonaron en el aire, llenándolo de una calma inexplicable. En medio del miedo, esa voz le dio un poco de valor, como si el espíritu de su madre estuviera allí, cuidándolo. (Salvador se emociona y llora cuando relata este suceso)
Mientras, el primer perro, tras
dar una vuelta alrededor de él, se reposicionó de nuevo frente a su persona, mirándolo
en actitud amenazante. De repente, como si un hilo invisible hubiera cortado un
sortilegio, el perro más grande se dio la vuelta y en perfecta fila india la
jauría le siguió y comenzó a desaparecer en la oscuridad de la noche,
convirtiéndose en sombras que se desvanecían silenciosamente. Toda la escena,
calcula Salvador, transcurrió en unos dos minutos.
Salvador respiró hondo, su
corazón latía con fuerza, la noche seguía en calma, y los ecos de la
celebración del pueblo parecían más lejanos que nunca. Con la adrenalina
todavía corriendo por sus venas continuó su camino, sabiendo que, aunque las
criaturas extrañas lo habían observado, la voz de su madre lo había salvado. En
esa oscuridad, había encontrado no solo el valor para seguir, sino también la
seguridad de que nunca estaba verdaderamente solo. La historia de esa noche en
el barranco de la Palma quedó grabada en su memoria como un recordatorio de
que, a veces, el amor trasciende las sombras.
El resto del camino hasta el
caserío, Salvador cuenta que lo hizo sin sentir el suelo, como volando,
escuchando como pasos detrás de él o el eco de sus propios pasos, no recordando
haber pasado por los sitios habituales, cuando se dio cuenta ya estaba en el
Risco.
Al llegar, la tienda-bar de
Perdomo, le sorprende que aún tenía sus puertas abiertas, despidiendo aromas de comida y risas de
quienes se habían reunido allí, el tabernero lo miró con extrañeza; no podía
entender cómo había llegado tan rápido. Los cálculos eran simples; el trayecto
había de durar al menos cuatro horas, y Salvador lo había recorrido en poco más
de dos, eso no encajaba.
La conversación giró en torno
a su peculiar llegada, su estado de excitación, su color pálido y rápidamente
la anécdota se tornó en un tema fascinante. Algunos, escépticos, se preguntaban
si realmente había caminado, mientras otros comenzaban a murmurar sobre
historias antiguas que hablaban de viajes instantáneos, pasadizos y caminos ocultos. Era un misterio que se
palpaba en el aire, alimentado por el asombro de quienes conocieron el hecho.
Salvador, sentía que había algo más en su experiencia, una conexión casi mágica
con la tierra que había atravesado.
A medida que los días avanzaron,
en el Risco la historia de Salvador se ampliaba, sumando leyendas de viajeros
que también habían sentido esa extraña aceleración en el tiempo y el espacio.
Recordaban relatos familiares, historias transmitidas de generación en
generación, relatos que hablaban de un lugar donde los caminos se entrelazan
con la esencia misma de la vida, una tierra de brujas y tibicenas. En la
calidez del bar de Perdomo, entre risas y botellines, la narración tejió un
entramado que unía a Salvador no solo con la actuación de sus amigos o su madre,
sino con un legado que desafiaba la lógica y animaba la imaginación.
Así, en medio de las noches
estrelladas, el Risco se convirtió en el epicentro de un misterio que, junto
con otras historias conocidas y misteriosas, resonarían en los corazones de
quienes allí vivían, dejando en el aire preguntas sin respuesta y una sensación
de que, a veces, la realidad es solo un espejismo en el vasto universo de lo
desconocido.
El tiempo pasó, y Salvador, quien había aprendido a ser resiliente ante las adversidades, rechazado por la mayoría de sus amigos, según él; por ser el más pobres de los pobres, se encarnó en la figura del hombre solitario del Risco. Aunque arrastraba consigo el peso de un pasado turbulento, también llevaba una chispa de esperanza dentro, soñando con un futuro que pudiera ser diferente. A través de la lucha diaria y los recuerdos de su infancia, Salvador se erigió como un símbolo de resistencia, demostrando que, a pesar de las circunstancias, siempre hay un espacio para la esperanza.
Una vez que encontró un rumbo en su vida, profundamente creyente, se destacó como un benefactor que colaboraba desinteresadamente, especialmente con los más necesitados, los emigrantes subsaharianos ilegales que llegaban a Las Palmas. Uno de los aspectos más notables de su ayuda fue su esfuerzo por llevarles comida y todo lo que necesitasen y estuviese en sus manos. Este gesto refleja una profunda empatía y un compromiso práctico hacia los más débiles, atendiendo una de sus necesidades más inmediatas; el sustento.
En los últimos años de su padre, hasta su fallecimiento, lo cuidó y ayudó en lo que podía, olvidando ese capítulo de su historia en que fue abandonado por él, siendo un ejemplo de altruismo y generosidad.
Salvador,
aquel hombre de carácter solitario y reservado que supo navegar las tormentas
de la vida, al final encontró la paz que nunca imaginó. Hoy, rodeado de sus
cuatro hijos y sus nietos, su hogar se llena de risas y recuerdos que contrasta
con los días de soledad de antaño. Su mente, aún lúcida a sus 85 años, guardan
con claridad las aventuras en alta mar y las épocas de trabajo incansable,
tanto en la marina mercante como en la pesquera, a la que dedicó buena parte de
su vida, como si fueran capítulos de un libro que hojea con cariño.
Hoy, en
su vejez y con buena salud, disfruta de las pequeñas cosas de la vida; un paseo
al atardecer, una charla con sus seres queridos y hasta hace poco, un bañito en
“el muelle viejo” de Agaete, dejando el pasado como un eco lejano que ya no
pesa.
Y mientras el último rayo de
sol se desvanecía en el horizonte del Puerto de Las Nieves y Salvador se
limpiaba las últimas lágrimas, satisfecho de haber encontrado su lugar en el
mundo, con el corazón lleno de amor y esperanza, listo para enfrentarse al
futuro con la misma valentía que había llevado consigo toda su vida, nos
despedimos, con la promesa de seguir esta charla sorprendente en otro momento.
Quiero
mostrar mi enorme agradecimiento a su hijo Javier, quien con orgullo me acercó
a esta vida extraordinaria de su padre, una fascinante historia de resistencia
y esperanza que merece ser contada.
Tibicenas o Chibicenas era el nombre que le daban los antiguos aborígenes de
la isla de Gran Canaria a unas entidades demoníacas que formaban
parte de sus creencias. Según la tradición, estas criaturas
aparecían en forma de perros grandes y de pelo espeso.
Uno de los primeros autores que menciona a estos seres es Juan de Abréu
Galindo, quien dice que a los
antiguos canarios el demonio «se les aparecía muchas veces de noche, como
grandes perros lanudos; y en otras figuras a los cuales llamaban tibisenas».
Al comprobar la toponimia del lugar me sorprende que, en las
proximidades de la casa del barranco de la Palma, cortijo de Guayedra, donde
Salvador situaba el suceso, en lo alto de la ladera, cercano a la carretera al
Risco, existe un lugar llamado "Chobicenas" y algo más al sur otro
con nombre Chibicenas, derivación de la palabra Tibicenas (Perro).
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