lunes, 21 de abril de 2025

CINCO SIGLOS DE LA PARROQUIA DE LA CONCEPCIÓN, PREGÓN ANIVERSARIO POR EL AUTOR DEL BLOG.

 

150 años de la construcción del templo de Nuestra Señora de la Concepción.

AGAETE, 21 DE ABRIL DE 2025.

Reverendo Párroco, distinguidas autoridades, queridos vecinos, ser elegido para dar el pregón en esta ocasión tan especial es un honor que recibo con humildad y alegría. Estimado don José Antonio, agradezco profundamente la confianza que han depositado en mí para compartir unas palabras en un momento tan significativo para nuestra comunidad, conmemorar el 510 aniversario de la fundación de la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción, además del 150 aniversario del comienzo efectivo de las obras de este templo donde nos encontramos y los 145 años de la llegada de la imagen de la purísima Inmaculada.

Es un día que nos invita a la gratitud, a la reflexión y, sobre todo a los creyentes, a renovar nuestro compromiso con la fe que nos ha sostenido durante estos 510 años.

Ser pregonero no es solo proclamar con palabras, sino también con el corazón, con la alegría de saber que esta parroquia ha sido y seguirá siendo el centro de nuestra vida espiritual, el hogar donde encontramos a Dios y donde la Virgen María, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, desde hace ya más de cinco siglos, nos acoge con su amor.

Esta celebración no es solo un número en el tiempo, sino el testimonio vivo de una comunidad que ha sabido mantenerse firme en la fe, transmitiendo de generación en generación los valores del Evangelio, el amor a Dios y la devoción a la Virgen, nuestra madre para los creyentes y nuestra patrona para todos.

Para comprender la grandeza de este momento debemos remontarnos al origen de nuestra parroquia. Erigida hace 510 años en una sencilla y pequeña capilla sita en la trasera de esta iglesia que un voraz incendio destruyó la víspera de San Pedro de 1874, años después, aquí continúa, en este majestuoso y austero templo en que nos encontramos, centro espiritual de nuestra comunidad, el lugar donde nuestros antepasados encontraron consuelo, orientación, fortaleza en tiempos de alegría y también en tiempos de prueba. Aquí se ha escrito gran parte de la historia de nuestra villa; en cada piedra de sus muros y columnas, en cada imagen sagrada que nos acompaña, en cada altar y en cada rincón, se guardan los recuerdos de nuestras tradiciones y celebraciones, donde el eco de risas y lágrimas se entrelaza, formando el tejido de nuestra identidad y legado.

A lo largo de todos estos años, nuestra parroquia ha visto pasar innumerables generaciones; hombres y mujeres que, con su esfuerzo y fe, han mantenido vivo este espacio sagrado, sin olvidar a los sacerdotes que hicieron posible el camino y nos guiaron con su sabiduría.

Nuestros padres, abuelos, todos nuestros antepasados y nosotros mismos recibimos aquí los sacramentos que marcaron nuestras vidas. Nuestras familias han venido con devoción a pedir la intercesión de la Virgen, y todos hemos crecido con el sonido de las campanas que nos avisan de la vida y de la muerte o simplemente nos llaman a la oración.

Pero también hemos vivido momentos difíciles y de dolor, tiempos de crisis, de conflictos, de despedidas de nuestros seres queridos, de incertidumbre… y, sin embargo, la fe ha prevalecido. Porque esta parroquia no es solo un edificio, sino un hogar espiritual donde Dios se hace presente, donde la Virgen nos abraza y en el que cada uno de nosotros encuentra su refugio y su fuerza.

A través de los libros de fábricas y otros documentos que obran en el archivo parroquial podemos recomponer la historia de nuestra congregación; así podemos comprobar en los documentos más antiguos que la fundación oficial de nuestra parroquia tiene lugar durante las constituciones sinodales del obispo don Fernando Vásquez de Arce, celebradas entre 1514-1515, dejando entrever que la pequeña iglesia sobre la que se fundó es anterior, es decir, que ya existía desde unos cuantos años antes de la creación oficial de la parroquia.

En el primer libro de fábrica de nuestro archivo eclesiástico, entre otras, podemos leer lo siguiente:

«El Ilmo. Señor D. Fernando de Arce. Año de 1515, "Ya antes muchos años, había Iglesia en esta Villa de Agaete…”

 

Siendo religiosidad y conquista un binomio indisoluble, podemos afirmar que la ocupación de Canarias no solo era un acto militar, sino también una cruzada espiritual. El primer alcaide de la Torre de Agaete, el capitán Alonso Fernández de Lugo, tuvo que tener un papel importante en la promoción del patronazgo de la Inmaculada Concepción en nuestra villa y en todas las Islas Canarias. No tenemos datos certeros que confirmen esta teoría, pero sí de que, tras la conquista de Tenerife, mandó construir la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción en San Cristóbal de La Laguna. La elección de esta advocación no fue casual. En la España de finales del siglo XV y principios del XVI, la creencia en la Inmaculada Concepción de la Virgen era defendida con fervor, especialmente por la Monarquía Católica y diversas órdenes religiosas. Fernández de Lugo, como hombre de su tiempo y fiel a la Corona, probablemente compartía y promovía este dogma como parte de su misión evangelizadora en los territorios recién conquistados.

Por lo que podemos entender que, desde la llegada de la fe cristiana a Agaete, con aquellos castellanos en el mes de agosto de 1481, pudo ser el Capitán Alonso Fernández de Lugo, alcaide del primer asentamiento poblacional, el que mandara construir aquel primer edificio religioso bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, muchos años antes de constituirse como parroquia.

Ese tercer sínodo diocesano, de donde surgió la feligresía de Agaete, tuvo dos sesiones; la primera transcurrió del 22 de noviembre al 7 de diciembre de 1514, y la segunda del 18 al 23 de abril de 1515. En la primera sesión se aprobaron 162 constituciones. Los temas más importantes tratados fueron: vida y honestidad de los clérigos, beneficios y prebendas, Patronato Regio, parroquias, diezmos y ofrendas, oficios divinos, inmunidad eclesiástica, simonía, maestros de enseñanza, sortilegios y hechicerías, usura, clérigos excomulgados, penitencias y perdones.

 

Cuando solo faltaban pocos días para clausurar el sínodo, surgió una polémica que paralizó su continuidad. El obispo planteó la necesidad de crear nuevas parroquias como beneficios patrimoniales en las islas más pobladas, entre ellas la de Agaete. Hubo una fuerte oposición por parte de la mayoría de los curas sinodales. En el fondo, lo que se defendía por parte de los beneficiados era no perder parte de las amplias jurisdicciones que tenían y la rentabilidad económica que aportaba a sus curatos, argumentando que no era necesario aumentar el número de parroquias porque las islas estaban ministerialmente bien atendidas. Al obispo don Fernando no le convencieron estos argumentos y decidió suspender temporalmente el sínodo para hacer visita pastoral a los pueblos e informarse personalmente del estado en que se hallaban los feligreses. Tengamos en cuenta que en Gran Canaria solo había tres parroquias con beneficiado, es decir, con rentas propias: El Sagrario en Las Palmas, Telde y Gáldar. Terminada la visita pastoral, el obispo abrió la segunda sesión del sínodo, que tuvo lugar, como dijimos anteriormente, entre el 18 y el 23 de abril de 1515. El prelado, fundamentado en los datos e informes recogidos en su visita a los pueblos, aprobó con el apoyo de los sinodales la creación de nuevos beneficios patrimoniales y sus parroquias anejas, entre otras la iglesia servidera o aneja de Agaete, dependiente y atendida por la parroquia de Santiago de Gáldar, cuyo cura está obligado a poner un clérigo que diga misa y administre los sacramentos en nuestro pueblo.

En principio, dada la escasa población de la localidad, menos de cuarenta habitantes, que no daba ni para mantener al cura, la parroquia depende de la matriz de Gáldar, siendo atendida en los primeros años por monjes del convento de San Antonio de dicha localidad.

Aunque hay algunas dudas, no es hasta 1533, cuando ya acumula un patrimonio suficiente para mantenerse por sí sola y erigirse en parroquia, aunque no se desliga de la de Gáldar definitivamente hasta 1594, ochenta años después de su creación.

Por los inventarios parroquiales y otros documentos podemos saber cómo era aquella pequeña iglesia y qué tesoros acumulaba. Situada en el lugar donde en la actualidad se encuentra el Centro Parroquial y alrededores, sabemos que contaba con varias capillas y altares con imágenes muy veneradas, como la de la virgen de la Candelaria, la virgen de la Concepción, la virgen del Rosario, la virgen del Carmen, cuadros de la Inmaculada, de las Ánimas, San Sebastián y muchas pequeñas obras de arte más. Todo el solar estaba rodeado de una muralla, probablemente algo parecido a la ermita de Las Nieves, y en el exterior un recinto dedicado a cementerio. Por los documentos sobre tumbas conocemos que en las distintas capillas estaban enterrados los grandes personajes de la época, entre otros; Antón Cerezo, donante del tríptico de Nuestra Señora de Las Nieves, el Capitán Alonso de Medina y otros nobles . Su interior era de estilo mudéjar.

Por los inventarios y testimonios de las visitas de los obispos y otras autoridades eclesiásticas podemos saber que el tríptico de Nuestra Señora de Las Nieves, que llegó entre 1536 y 1537, estuvo en la iglesia matriz de la Concepción bajo su advocación hasta 1687, que aparece definitivamente en los inventarios en su ermita, ya bajo el patrocinio de Virgen de Las Nieves.

Aquella vieja iglesia, la tarde-noche de la víspera de San Pedro de 1874, fue pasto de las llamas de un devorador incendio que la destruyó por completo, el relato es el siguiente:

Al estar el cura don Antonio González Vega indispuesto por un resfriado, a las siete y media de la tarde el sacristán realizó el rezo del novenario al apóstol. A las nueve el sacristán volvió para tocar a ánimas, marchándose sin observar nada anómalo en la iglesia. A las nueve y media las llamas ya salían por las ventanas. En cuestión de minutos, el fuego destruyó por completo el pequeño templo, ante la atónita mirada de la Virgen de la Concepción, patrona de la villa, que desde el altar mayor observaba. Las llamas fueron consumiéndolo todo, hasta que le llegó el turno a la misma "Purísima".  Más de tres siglos de historia, junto con las obras de arte que la vieja iglesia había acumulado, desaparecieron en cuestión de instantes. El rico artesonado mudéjar del techo se desplomó, lo único que quedó en pie fue el paredón que se encontraba detrás del altar mayor y en la hornacina las cenizas de la pequeña imagen de la virgen de la Concepción, patrona de la villa. 

Gracias a la sagacidad y valentía de algunos vecinos, entre ellos el alcalde D. Antonio de Armas y Jiménez que, con gran riesgo personal, forzaron una puerta lateral y entraron en la sacristía, se rescataron los libros y legajos del archivo parroquial, algunas vestimentas del ceremonial religioso y otros pequeños objetos de culto, además, se salvaron las campanas.

De aquella tragedia quedó una copla en la memoria de los agaetenses que dice así:

El veintiocho por la noche el fuego devorador

en menos de media hora sin iglesia nos dejó.

La purísima sin mancha permanecía en pie

dándonos la despedida para nunca más volver...

 Parece que se le achacaron las causas del fuego a unas velas mal apagadas cerca del altar.

Pero si las llamas destruyeron el templo material, jamás pudieron apagar el verdadero templo de Dios; el templo vivo que eran aquellos agaetenses, su pueblo fiel que demostró que después de la prueba siempre viene la esperanza, que después de la tempestad viene la calma, que después de la ceniza siempre florece la vida.

A 150 años de aquella tragedia, no solo miramos con nostalgia el pasado, sino con gratitud por el camino recorrido. Porque de las llamas renació un pueblo fortalecido en la fe, dispuesto a reconstruir no solo su iglesia, sino también su esperanza. Hoy somos herederos de aquella perseverancia, de aquel amor por nuestra Virgen María, ya sea bajo la advocación de la Inmaculada Concepción o nuestra querida Virgen de Las Nieves, que nos han acompañado en cada prueba y en cada bendición estos últimos cinco siglos.

Y como la fe mueve montañas, meses después de aquel fatídico incendio, con el trabajo de todo el pueblo, poco a poco fue resurgiendo el nuevo templo.

La primera piedra de esta iglesia de la Concepción se colocó el 18 de octubre de 1874, por el obispo don José María de Urquinaona, como manda la tradición católica, en el lugar donde iba a situarse el altar mayor.

Los primeros planos se recibieron en noviembre de ese mismo año, y comienza su construcción entre finales de 1874, y principios de 1875, por lo que estamos ante otra celebración, los 150 años de la iniciación de los trabajos de este magnífico templo.

En 1875, el maestro de obras, don Francisco de la Torre y Sarmiento, encargado de los planos y la dirección de la edificación, presentó los últimos, correspondientes a la fachada. Se aprovecharon las piedras del antiguo templo para construir los cimientos. La familia de Armas ofreció su horno de cal sito en Las Nieves para la confección de dicho material, muy necesario en la obra. La familia Manrique de Lara ofreció las piedras rojas de sus canteras en Las Chovicenas, La Suerte y Las Longueras.  Todo el pueblo colaboró para su traslado, abriéndose caminos nuevos para las carretas y camellos que transportaron los materiales.

Sobre este maestro de obras, don Francisco de la Torre, es de destacar que, en 1863, en vista del abandono y falta de decoro en que se encontraba el cementerio parroquial, realiza el proyecto de cerramiento y de la sencilla pero elegante fachada de nuestro campo santo.

Durante los primeros meses de la fabricación del nuevo templo, el culto se trasladó a la ermita de San Sebastián, donde se colocó la campana que se había salvado del incendio de la antigua iglesia. En agosto de 1875, el culto se traslada a un salón propiedad de José de Armas Pino, situado en la plaza Andamana, actual plaza de Tomás Morales, por ser más amplio que la ermita.

Dada la enorme dificultad económica que había; se hicieron rifas, bailes y toda clase de eventos para seguir con la edificación del templo. Así podemos ver en los libros de la junta de construcción la brillante ocurrencia del maestro Don José Sánchez y Sánchez, que, en vista de que las columnas se habían quedado estancadas en una altura de dos metros por falta de presupuesto, presenta un proyecto, que consiste en que los particulares que financien con un donativo uno de estos pilares hasta el capitel, sus nombres permanecerían en un cartel adosado a la columna hasta la inauguración del templo, estableciendo el coste de cada una en 80 pesetas de la época. La tradición oral dice que los nombres se encuentran en el interior de las columnas en una botella.

El 14 de diciembre de 1878, se hace cargo de la parroquia el sacerdote don Juan Valls y Roca, tomando un impulso las obras. El 2 de febrero de 1879, se inaugura la primera capilla con la iglesia a medio hacer. Es tal el gentío que acude, que no caben en el recinto, por lo que el cura solicita ampliar en dos arcos más el proyecto, a lo que la junta de construcción accede.

En 1881, se decide sustituir el techo previsto de madera, por otro de piedra al resultar más económico, el que vemos actualmente. El 8 de julio de 1892, diecisiete años después de comenzar, se dan por concluidas las obras, siendo recibidas por la junta diocesana.

No podemos olvidarnos de que también celebramos los 145 años de la llegada de la actual imagen de la Inmaculada, recibida en 1880, así consta en los libros de actas de la junta de construcción, donde con fecha de 17 de mayo, podemos leer; “Bajo la presidencia del párroco Don Juan Valls y Roca, transmitimos el agradecimiento a Don Francisco de Armas, residente en Puerto Rico, por la donación de una imagen de la Virgen María en su purísima Concepción, de tamaño real”.

A lo largo de estos 145 años, generaciones enteras han caminado por estas naves, han doblado las rodillas ante su altar y han elevado sus oraciones al cielo, han venido a sus pies para pedir su intercesión en momentos de dificultad, para agradecerle los dones recibidos o para confiarle nuestros sueños y esperanzas.

Los tiempos en ocasiones no han sido fáciles para la iglesia, porque la fe, como la vida misma, a veces se ve zarandeada por los vientos de este mundo. Permítanme recordar, con respeto y sin afán de reabrir heridas, aquellos momentos en que nuestra parroquia se enfrentó a sombras por la intervención política. No fue un tiempo de paz, sino de prueba; un capítulo en que las decisiones humanas, con sus intereses y sus errores, quisieron interponerse en el sagrado latir de esta comunidad. 

Pero, como siempre ha ocurrido bajo el amparo de Nuestra Señora, la fe de este pueblo supo resistir, demostrando que ni las tormentas terrenales pueden apagar la luz que arde en el corazón de quienes se refugian en ella, revelando la villa de Agaete que, el fervor religioso de un pueblo puede ser más fuerte que cualquier imposición gubernativa. Así quedó probado en aquella celebración de la procesión en honor a la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 1931, cuya realización fue prohibida por las autoridades gubernativas. Sin embargo, la comunidad, en un acto de fe y resistencia, decidió llevarla a cabo pese a las restricciones impuestas.

Días antes de la festividad, la administración local recibió un telegrama oficial del gobernador de la provincia, en el que se informaba de la prohibición de la tradicional procesión. Las razones esgrimidas aludían a cuestiones de orden público y seguridad, aunque muchos ciudadanos vieron en la medida un intento de socavar sus creencias y tradiciones centenarias. Lejos de acatar la decisión, los devotos comenzaron a organizarse, decididos a rendir homenaje a la Virgen de la manera que habían hecho generación tras generación.

El día señalado, al mediodía, los habitantes del pueblo se congregaron en las inmediaciones de la parroquia, entonando cánticos marianos y rezando el rosario. Con la iglesia llena a rebosar, el párroco, D. Juan Hernández Quintana, en su homilía desde este púlpito advierte a los feligreses la prohibición gubernativa de sacar a la patrona a la calle, formándose un gran alboroto, decidiendo los presentes sacar la imagen y emprender el recorrido por las calles principales como desde muchos siglos antes se venía haciendo.

La imagen de la Inmaculada, portada en andas por los voluntarios, avanzó con solemnidad entre la multitud. El desfile religioso se desarrolló pacíficamente, en un ambiente de recogimiento y profunda devoción.

convirtiendo la procesión en un símbolo de la resistencia de la fe ante las restricciones políticas impuestas. La manifestación espontánea y masiva dejó en evidencia el arraigo de las tradiciones religiosas en la identidad del pueblo de Agaete y generó un debate sobre los límites entre la autoridad gubernamental y la libertad de culto.

Al finalizar el recorrido, la imagen de la Virgen fue devuelta a la parroquia entre vítores y aplausos. El evento concluyó sin incidentes mayores, pero con una clara lección para las autoridades: la fe de un pueblo no puede ser prohibida ni acallada con decretos. Más allá de la controversia, lo ocurrido reafirmó el compromiso de la mayoría de esta villa con sus valores espirituales y su determinación de preservar sus costumbres frente a cualquier adversidad.

El incidente se saldó con una multa que impuso el gobernador civil al párroco; curiosamente, fue el único que no asistió a la procesión, ni permitió que la cruz alzada la acompañara.

En junio de 1933, el alcalde Pepito Armas, en cumplimiento de las nuevas leyes republicanas que pretenden secularizar la vida pública, incautó el cementerio, hasta ese momento propiedad de la iglesia, solicitando al cura párroco la entrega de las llaves del campo santo, llevándose a cabo el requerimiento el 20 de junio de 1933, entregando el propio cura al alcalde las llaves del cementerio que pasó a propiedad municipal hasta 1936, en que le es devuelto a la iglesia tras el golpe de estado del 18 de julio.


Los años treinta del siglo pasado, marcados por la tragedia de la Guerra Civil, sacudieron profundamente la vida de nuestro pueblo. La parroquia, como corazón espiritual de la comunidad, no fue ajena a aquellas tensiones que dividieron dolorosamente a la sociedad. En medio del conflicto, veintiocho vecinos de Agaete desaparecieron trágicamente, dejando una herida que aún perdura en nuestra memoria.

Sin embargo, según la tradición oral, aquella tragedia pudo haber sido aún mayor en esta villa, de no ser por la valiente intervención del obispo Pildain, en una de sus visitas en aquellos días al pueblo, con su voz serena y decidida logró frenar, en parte, la violencia desatada. Su compromiso con la justicia y la dignidad humana es un legado que también forma parte de nuestra historia.

Pildain en Agaete.

Y fue en esos tiempos oscuros cuando la parroquia alzó su voz como espacio de consuelo, de recogimiento y de esperanza. Porque incluso en los momentos más difíciles, su presencia ofreció abrigo, fe y un hilo invisible que mantuvo unido Agaete.

Hoy, al conmemorar los 510 años de su existencia, honramos no solo su historia de piedra y de fe, sino también su papel como testigo y refugio de generaciones. Y en ese recuerdo, cabe también la memoria de quienes ya no están, pero siguen vivos en el alma de este pueblo.

Si hoy miramos sin rencor y con gratitud el pasado, también debemos mirar con esperanza el futuro. Somos herederos de un legado sagrado, y nuestra misión es asegurarnos de que siga vivo en las generaciones venideras.

En este aniversario, no puedo dejar de recordar con especial cariño a nuestros hermanos inmigrantes, muchos de los cuales han llegado hasta aquí en condiciones difíciles y con un camino lleno de desafíos. Aunque para la mayoría su situación legal es incierta, no podemos olvidar que son hijos e hijas de Dios, dignos de respeto, compasión y fraternidad. Su esfuerzo y su esperanza nos conmueven y nos deberían enseñar a vivir con más humildad y solidaridad.

Debemos seguir construyendo una comunidad donde reine el amor de Dios, donde los más necesitados encuentren apoyo, donde los jóvenes descubran su vocación y donde todos podamos crecer en la fe.

 Llegando ya al final de este pregón, un humilde intento de ensalzar la memoria y el legado de los 510 años de nuestra querida congregación, no quisiera terminar estas palabras sin enviar un saludo y desearle una pronta recuperación a don Antonio Cruz y Saavedra, verdadero experto en la historia de nuestra parroquia, de cuyos trabajos he extraído algunos de los datos expuestos en este pequeño pregón.

Sigamos con el mismo espíritu de nuestros antepasados, renovando nuestras creencias y nuestra entrega al servicio de Dios, de los demás y de nuestro pueblo. Que Nuestra Señora la Purísima Concepción, alcaldesa mayor y perpetua de nuestro pueblo,  nos siga guiando con su luz y nos conceda la gracia de mantener viva esta parroquia, no solo como un templo de piedra, sino como un hogar de fe, esperanza y caridad.

Muchas gracias y que la Inmaculada Concepción nos bendiga a todos.

 

JOSÉ RAMÓN SANTANA SUÁREZ. -

 


 

sábado, 1 de marzo de 2025

LA LEYENDA DE LAS CHIBICENAS DEL BARRANCO DE LA PALMA, LA FASCINANTE VIDA DE SALVADOR MARTÍN.

 

Salvador Martín Rosario nació en 1939, en San Nicolás de Tolentino, entonces una pequeña aldea aislada del resto de la isla, aferrada a la tierra y al mar como se aferran los recuerdos a la memoria. Sus padres, oriundos del Risco de Agaete soñaban con una vida mejor, pero la pobreza los envolvía cada día más en su estrecho abrazo. Desde su nacimiento en una infravivienda, Salvador conoció la miseria y el frío de la desolación, viviendo en una cabaña austera y miserable, donde el piso era la misma tierra, donde el viento susurraba historias de penurias y dolor.

La vida de Salvador dio un giro trágico cuando contaba con apenas un año de edad. Una tarde, cuando su madre, Juana, de 32 años de edad y embarazada de su quinto hijo, se encontraba tostando millo en un lebrillo para llevarlo al cercano molino y tener un poco de gofio con que alimentar a la familia, sufrió un accidente fatal. Al tostar el millo sobre una frágil lumbre de leña, el vestido de su progenitora atrapó una chispa, su larga cabellera que le llegaba a la cintura sirvió de mecha y el fuego la devoró rápidamente, a pesar de que salió corriendo envuelta en llamas hasta una acequia próxima donde logró apagarlas, a los tres días, su frágil cuerpo colapsó a consecuencia de las graves quemaduras que sufrió. Salvador, que se encontraba próximo a su madre, supo años después por su hermana, que fue salvado por ella que arrastras lo sacó del cuarto en llamas. Con apenas un año se quedó solo, junto con sus tres hermanas y su padre.


Cuarto y molino donde nació Salvador, en la actualidad restaurado y de propiedad municipal.

Salvador, mal alimentado y con delicada salud, su padre, abrumado por la tragedia y la pobreza, decidió ingresarlo en el hospital San Martín que prometía cuidado y protección, aunque la realidad se convirtió en una pesadilla.

Salvo unos meses que se lo llevaron a aquel cuarto de la tragedia en la Aldea, para intentar recuperarse de una desnutrición severa, en el hospicio, abandonado, pasó su triste infancia.

Los meses que pasó en San Nicolás dormía junto a su padre en una vieja cama de hierro y desde la primera noche y todas las noches que pasó en el lugar, al acostarse escuchaba tres golpes seguidos uno detrás de otro; el primero en una lata de aquellas que traían el pimentón “Titan” a granel, donde guardaban el gofio, el segundo lo sentía en la punta metálica de un arado que se encontraba junto a la pared y el tercero en un viejo locero, seguido de unos ruidos bajo la cama. Cuando le preguntó a su padre por aquellos extraños ruidos que se repetían todas las noches, solo le dijo; “cállate y duerme”. No tiene ninguna duda de que el espíritu de su madre rondaba por aquel cuarto de triste recuerdo.

Pasado unos meses, algo más recuperado, su progenitor lo devolvió al hospital San Martín, donde pasó todo el tiempo hasta que, con ocho años, tras experimentar el desamor familiar, el frío y el hambre, fue trasladado al orfanato de San Antonio (Las Palmas), donde las sonrisas eran un lujo que no podía permitirse. Aún con el corazón roto por la falta del cariño familiar, Salvador llegó a esa nueva institución con la esperanza de encontrar un nuevo hogar, pero solo le esperaba la desidia.

Niños del internado de San Antonio.

Las monjas que lo gestionaban imponían un régimen estricto, y cada día se llenaba de castigos y desprecio. Recibía más golpes que palabras de aliento, y su espíritu, en lugar de fortalecerse, se quebrantaba con cada abuso.

Una de las peores palizas que Salvador recuerda y que recibió de las monjas ocurrió cuando tenía unos doce años. Tras asistir a misa en una iglesia cercana donde ayudaba como monaguillo, decidió no volver al internado. La nostalgia y la falta de afecto familiar, habían pasado más de tres años sin recibir ninguna visita, lo llevaron en busca de un pariente lejano del que apenas recordaba dónde vivía. Caminó los más de siete kilómetros que separan Vegueta de la Isleta, hasta localizarlo en la parte alta de la barriada. Sin embargo, al llegar, este familiar lo metió en un taxi y lo devolvió al internado sin más palabras.

A la mañana siguiente, una de las monjas de la que recuerda su nombre, sor Aurora, lo encerró en un cuarto y, con un palo que llevaba escondido bajo el hábito, le dio una paliza tan fuerte que Salvador lloró hasta quedarse sin lágrimas. Como si eso no bastara, la monja mandó que le cortaran el pelo en una franja por medio de la cabeza, ridiculizándolo frente a sus compañeros que se burlaron de él sin piedad. Cuando me contaba esta historia con todo lujo de detalles, a sus 85 años y una mente privilegiada, todavía se le quebraba la voz y las lágrimas regresaron a sus ojos, resbalando por sus mejillas.

La vida en el orfanato no era más que un ciclo de sufrimiento. Salvador creció rodeado de otros niños que experimentaban la misma soledad y tristeza, y aunque formaron lazos entre ellos, el sistema estaba diseñado para despojarlos de sus esperanzas. A los catorce años, cuando las monjas decidieron quitárselo de encima, pretendieron que ingresara en el seminario. Salvador, sintiéndose atrapado y sin rumbo, aprovechó la ocasión para iniciar una nueva aventura. Dejó atrás las frías paredes del internado, decidido a retomar su vida, le dijo a la monja que no tenía vocación y lo pusieron en la puerta de la calle.

Aprovechó que el barbero del colegio conocía y era vecino de su progenitor en el barrio de Casa Blanca (Firgas), le pidió que lo llevara con él, dándole una desagradable sorpresa a su padre cuando lo vio llegar después de años sin verlo y sin preocuparse por él, "se quedó blanco", ya se había casado nuevamente con una lugareña.

Allí mal vivió durante dos años en una chabola, sin agua ni luz, sin baño, en una zona que le decían el pedregal.

Tras esos años volvió al Risco de Agaete, Salvador se encontró con la cruda realidad, sobrevivió acarreando monte y pinocha. Había ido a buscar consuelo y solo halló más miseria. En vez de un hogar se encontró vagando por chamizos y pajares que le prestaban familiares para que pernoctara.

Consiguió un trabajo en la construcción de la presa de Tirma. Como tenía que permanecer en el lugar de lunes a viernes, construyó un refugio rudimentario en un solapón de apenas 80 cm. de profundidad, al que añadió un pequeño muro de piedras para protegerse del frío y las inclemencias del clima. Allí mal vivió durante año y medio a base de fideos y papas, durmiendo en un jergón. 

Su juventud se convirtió en una lucha constante por la supervivencia. Su pequeño cuerpo se acostumbró al trabajo duro, mientras su mente buscaba maneras de escapar de aquella dura realidad.

Salvador, un joven de diecinueve años, pese al rechazo que siempre encontró en su barrio, según sus propias palabras; por su extrema pobreza y desaliño, él siempre intentó integrarse y ser uno más en el caserío del Risco.

LA LEYENDA DE LAS TIBICENAS (LOS PERROS) DEL BARRANCO DE LA PALMA.



Era un día de verano, la villa se preparaba para celebrar las fiestas de Las Nieves, una de las celebraciones más esperadas del año. Salvador, junto con los demás jóvenes del Risco, decidieron alquilar una camioneta para trasladarse al pueblo, pero lo que tenía que ser una velada llena de risas y alegría terminó en una pesadilla inusitada.

Al caer la tarde, mientras la música se apagaba y las luces del pueblo parpadeaban a lo lejos, sus amigos lo dejaron atrás, regresaron en la camioneta al Risco, olvidándose de que Salvador había quedado solo en el pueblo. A pesar del desánimo, decidió volver caminando al pajar que era su hogar, un camino que le llevaría al menos unas cuatro horas. Empezó su andanza sintiendo que la noche se cernía sobre él como un manto oscuro.

Al avanzar, los últimos rayos de luz se extinguieron y la brisa fresca nocturna le erizó la piel. Cuando llegó a un lugar conocido como el barranco de la Palma, se sintió atrapado en un silencio inquietante, un susurro en el aire que le advertía de que algo no estaba bien. Fue entonces cuando una jauría de lo que en principio parecían perros apareció ante él, con una presencia tan impresionante como inquietante. Encabezada por dos grandes canes de aspecto extremadamente majestuosos, y cuyas enormes cabezas les pareció de personas, les seguían tres perros más pequeños, todos alineados en perfecta fila india, como si estuvieran bajo una extraña orden sobrenatural.

Sin ladrar ni emitir un solo sonido, los animales se acercaron a él, lo observaron fijamente. Salvador quedó paralizado, sintiendo un terror que nunca había experimentado. Allí, a solo medio metro del primero de los perros, pensó que ese era su final. Con terror, recordó algo que siempre había oído: “si te enfrentas a un ataque de perros, no debes parpadear ni correr.” Así que se mantuvo firme, con los ojos fijos en los canes. Por su mente pasó toda su desgraciada vida y pensó que era su último día, que iba a morir despedazado, se acordó de su madre fallecida y su trágico final.

El perro que lideraba la jauría, como si estuviera evaluando algo, ladeaba la gran cabeza con rasgos humanos, hacia un lado y otro, mirando la parte posterior de Salvador, lo que lo llenó de un temor aún mayor. “¿Qué hay detrás de mí?”, pensó con nerviosismo, sintiendo que podría ser la única distracción que garantizara su supervivencia.

Fue en ese instante de terror absoluto cuando escuchó un susurro familiar que desató una sensación de calidez en el fondo de su corazón; "tranquilízate, Salvador, no te va a pasar nada, cálmate". No tiene dudas de que esa voz era su madre. Esas palabras de consuelo resonaron en el aire, llenándolo de una calma inexplicable. En medio del miedo, esa voz le dio un poco de valor, como si el espíritu de su madre estuviera allí, cuidándolo. (Salvador se emociona y llora cuando relata este suceso)

Mientras, el primer perro, tras dar una vuelta alrededor de él, se reposicionó de nuevo frente a su persona, mirándolo en actitud amenazante. De repente, como si un hilo invisible hubiera cortado un sortilegio, el perro más grande se dio la vuelta y en perfecta fila india la jauría le siguió y comenzó a desaparecer en la oscuridad de la noche, convirtiéndose en sombras que se desvanecían silenciosamente. Toda la escena, calcula Salvador, transcurrió en unos dos minutos.

Salvador respiró hondo, su corazón latía con fuerza, la noche seguía en calma, y los ecos de la celebración del pueblo parecían más lejanos que nunca. Con la adrenalina todavía corriendo por sus venas continuó su camino, sabiendo que, aunque las criaturas extrañas lo habían observado, la voz de su madre lo había salvado. En esa oscuridad, había encontrado no solo el valor para seguir, sino también la seguridad de que nunca estaba verdaderamente solo. La historia de esa noche en el barranco de la Palma quedó grabada en su memoria como un recordatorio de que, a veces, el amor trasciende las sombras.

El resto del camino hasta el caserío, Salvador cuenta que lo hizo sin sentir el suelo, como volando, escuchando como pasos detrás de él o el eco de sus propios pasos, no recordando haber pasado por los sitios habituales, cuando se dio cuenta ya estaba en el Risco.

Lugar donde ocurrió el suceso en la actualidad.

Al llegar, la tienda-bar de Perdomo, le sorprende que aún tenía sus puertas abiertas, despidiendo aromas de comida y risas de quienes se habían reunido allí, el tabernero lo miró con extrañeza; no podía entender cómo había llegado tan rápido. Los cálculos eran simples; el trayecto había de durar al menos cuatro horas, y Salvador lo había recorrido en poco más de dos, eso no encajaba.

La conversación giró en torno a su peculiar llegada, su estado de excitación, su color pálido y rápidamente la anécdota se tornó en un tema fascinante. Algunos, escépticos, se preguntaban si realmente había caminado, mientras otros comenzaban a murmurar sobre historias antiguas que hablaban de viajes instantáneos, pasadizos  y caminos ocultos. Era un misterio que se palpaba en el aire, alimentado por el asombro de quienes conocieron el hecho. Salvador, sentía que había algo más en su experiencia, una conexión casi mágica con la tierra que había atravesado.

A medida que los días avanzaron, en el Risco la historia de Salvador se ampliaba, sumando leyendas de viajeros que también habían sentido esa extraña aceleración en el tiempo y el espacio. Recordaban relatos familiares, historias transmitidas de generación en generación, relatos que hablaban de un lugar donde los caminos se entrelazan con la esencia misma de la vida, una tierra de brujas y tibicenas. En la calidez del bar de Perdomo, entre risas y botellines, la narración tejió un entramado que unía a Salvador no solo con la actuación de sus amigos o su madre, sino con un legado que desafiaba la lógica y animaba la imaginación.

Así, en medio de las noches estrelladas, el Risco se convirtió en el epicentro de un misterio que, junto con otras historias conocidas y misteriosas, resonarían en los corazones de quienes allí vivían, dejando en el aire preguntas sin respuesta y una sensación de que, a veces, la realidad es solo un espejismo en el vasto universo de lo desconocido.

El tiempo pasó, y Salvador, quien había aprendido a ser resiliente ante las adversidades, rechazado por la mayoría de sus amigos, según él; por ser el más pobres de los pobres, se encarnó en la figura del hombre solitario del Risco. Aunque arrastraba consigo el peso de un pasado turbulento, también llevaba una chispa de esperanza dentro, soñando con un futuro que pudiera ser diferente. A través de la lucha diaria y los recuerdos de su infancia, Salvador se erigió como un símbolo de resistencia, demostrando que, a pesar de las circunstancias, siempre hay un espacio para la esperanza.

Una vez que encontró un rumbo en su vida, profundamente creyente, se destacó como un benefactor que colaboraba desinteresadamente, especialmente con los más necesitados, los emigrantes subsaharianos ilegales que llegaban a Las Palmas. Uno de los aspectos más notables de su ayuda fue su esfuerzo por llevarles comida y todo lo que necesitasen y estuviese en sus manos. Este gesto refleja una profunda empatía y un compromiso práctico hacia los más débiles, atendiendo una de sus necesidades más inmediatas; el sustento. 

En los últimos años de su padre, hasta su fallecimiento, lo cuidó y ayudó en lo que podía, olvidando ese capítulo de su historia en que fue abandonado por él, siendo un ejemplo de altruismo y generosidad.

Salvador, aquel hombre de carácter solitario y reservado que supo navegar las tormentas de la vida, al final encontró la paz que nunca imaginó. Hoy, rodeado de sus cuatro hijos y sus nietos, su hogar se llena de risas y recuerdos que contrasta con los días de soledad de antaño. Su mente, aún lúcida a sus 85 años, guardan con claridad las aventuras en alta mar y las épocas de trabajo incansable, tanto en la marina mercante como en la pesquera, a la que dedicó buena parte de su vida, como si fueran capítulos de un libro que hojea con cariño.

Hoy, en su vejez y con buena salud, disfruta de las pequeñas cosas de la vida; un paseo al atardecer, una charla con sus seres queridos y hasta hace poco, un bañito en “el muelle viejo” de Agaete, dejando el pasado como un eco lejano que ya no pesa.

Y mientras el último rayo de sol se desvanecía en el horizonte del Puerto de Las Nieves y Salvador se limpiaba las últimas lágrimas, satisfecho de haber encontrado su lugar en el mundo, con el corazón lleno de amor y esperanza, listo para enfrentarse al futuro con la misma valentía que había llevado consigo toda su vida, nos despedimos, con la promesa de seguir esta charla sorprendente en otro momento.

 

Salvador, en un momento de la entrevista en el Puerto de Las Nieves.

Quiero mostrar mi enorme agradecimiento a su hijo Javier, quien con orgullo me acercó a esta vida extraordinaria de su padre, una fascinante historia de resistencia y esperanza que merece ser contada.

 Posdata:

Tibicenas o Chibicenas era el nombre que le daban los antiguos aborígenes de la isla de Gran Canaria a unas entidades demoníacas que formaban parte de sus creencias. Según la tradición, estas criaturas aparecían en forma de perros grandes y de pelo espeso.

Uno de los primeros autores que menciona a estos seres es Juan de Abréu Galindo, quien dice que a los antiguos canarios el demonio «se les aparecía muchas veces de noche, como grandes perros lanudos; y en otras figuras a los cuales llamaban tibisenas».

Al comprobar la toponimia del lugar me sorprende que, en las proximidades de la casa del barranco de la Palma, cortijo de Guayedra, donde Salvador situaba el suceso, en lo alto de la ladera, cercano a la carretera al Risco, existe un lugar llamado "Chobicenas" y algo más al sur otro con nombre Chibicenas, derivación de la palabra Tibicenas (Perro).

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