La historia política de Agaete, como la de tantos
municipios rurales del archipiélago canario, estuvo marcada durante siglos por
redes familiares que ejercieron un poder casi absoluto sobre la vida local.
Desde el siglo XVIII, la familia Armas, junto con otras ramas afines, formó
parte del gobierno municipal de una u otra forma. Ese predominio se consolidó
especialmente durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX, cuando el
caciquismo se convirtió en un engranaje habitual de la política española, y Agaete
no fue una excepción.
Un documento
inesperado
Hace poco llegó a mis manos, procedente de un
archivo privado, un escrito fechado en octubre de 1923, y dirigido al entonces
presidente del Directorio Militar, el General Miguel Primo de Rivera, semanas después de
instaurada su dictadura. Su supuesto autor, el agaetense Juan García Arteaga, quien años después, en 1931, participa en la fundación de la Agrupación
Socialista de Agaete y es su primer presidente, elevó una queja formal denunciando la situación política
del municipio, dominado según él, por un grupo de familias que controlaban la
administración “como si de una propiedad privada, hereditaria y perpetua se
tratara”.
El documento, parece que fue publicado en su día
por el periódico El Tribuno, constituye un valioso testimonio de la
percepción ciudadana sobre el poder local en aquellos años, y arroja luz sobre
tensiones políticas que difícilmente aparecen en documentos oficiales. La
misiva, de tono firme y por momentos dramático, ilumina las tensiones sociales
y políticas que subyacían bajo la aparente normalidad administrativa de la época en Agaete.
Críticas al poder local: “La conciencia ciudadana es violada”.
García Arteaga describe a los ediles y caciques locales como un grupo cerrado, ajeno al interés público y entregado a la manipulación electoral y sus propios intereses:
“No ha de imperar otra voluntad que la de ellos.
La conciencia ciudadana es violada, y el elector que no cede a los halagos o
promesas, tendrá que sucumbir a las amenazas. Las leyes del Estado para ellos
no existen…”
En su denuncia señala la supuesta existencia de
un sistema que premiaba la obediencia y castigaba la disidencia, garantizando
así la continuidad de estas familias al frente del Ayuntamiento.
¿Un incendio
intencionado en 1910?
Uno de los pasajes más impactantes alude al
incendio del Archivo Municipal en septiembre de 1910. El escrito sugiere que
aquel fuego, que destruyó expedientes y documentación no fue casual, sino una
maniobra para ocultar irregularidades:
“Hace algunos años, eran tan graves las
responsabilidades en que habían incurrido, y por temor a una inspección, la
‘casualidad’ salvadora quiso que el archivo del ayuntamiento ardiese…”
Aunque estas afirmaciones no pueden tomarse como
prueba concluyente, sí revelan la profunda desconfianza de parte de la
población hacia las autoridades locales.
Servicios
públicos en abandono
El texto ofrece además un retrato muy duro del
estado de los servicios municipales hacia 1923: calles sin alumbrado, vías
sucias y deterioradas, escuelas insuficientes, plazas utilizadas
para beneficiar a personas afines al poder, y un cementerio descrito de manera
especialmente cruda:
“El Campo Santo… , cuyo camino, en vez de un camino es una vereda (...) asemejase más a un muladar que a
un cementerio de seres humanos. Innumerables huesos (…) háyanse esparcidos
sobre la superficie.”
La descripción del matadero municipal: “en el extremo de una calles más céntrica, al aire
libre y convertido en “un constante foco de infección”. La misiva muestra el contraste
entre los impuestos pagados por los vecinos, en especial el "odioso" impuesto de consumo, y la casi total inexistencia de
servicios dignos.
Obras públicas
al servicio de intereses privados.
Según García Arteaga, los recursos municipales se
desviaban hacia obras destinadas a favorecer a los propios caciques:
“El dinero del municipio (…) está saliendo para
una carretera que conduce a unas fincas particulares de estos mismos caciques y
a un hotel recién construido, donde se explotan clandestinamente aguas
medicinales.”
Se refiere; a la carretera del Valle, al hotel y balneario, conocido en la época como
La Salud, propiedad entonces de las familias Armas Merino y Ramos
Medina, ocupan hoy el emplazamiento de la actual Casa San Pablo.
“En las plazas, en vez de tenderse a su embellecimiento y ensanche, se regalan solares para edificar en ellas los allegado a la politica dominante”…
Un llamamiento
desesperado.
El escrito de cinco cuartillas, termina con un ruego dramático, en el
que el autor se presenta como portavoz del “esclavizado pueblo” de Agaete, pidiendo a
Primo de Rivera una inspección urgente del Ayuntamiento y un castigo ejemplar
para los responsables:
“El pueblo, profundamente agradecido, bendeciría
a V.E. eternamente.”
Aunque desconocemos si su petición tuvo algún
efecto, el documento nos permite comprender el clima político y social que se
vivía en Agaete en aquellos años de transición hacia la república y posterior dictadura.
Un testimonio
para la memoria histórica de Agaete
Más allá de las acusaciones concretas, este
escrito refleja una época en la que la vida municipal de muchos pueblos estaba
profundamente condicionada por redes familiares, clientelismo y ausencia de
controles efectivos. En el caso de Agaete, dos apellidos aparecen con especial
frecuencia en la documentación histórica: Armas Merino y Ramos Medina,
cuyos miembros, como Francisco de Armas y Graciliano Ramos, además cuñados, se turnaron en la
alcaldía durante buena parte de las primeras décadas del siglo XX.
El hallazgo de este documento es, por tanto, una
pieza más para entender un período clave de nuestra historia local.
Más allá de las acusaciones concretas, que pertenecen al terreno de la
interpretación histórica y deben situarse dentro del clima político del
momento, este documento representa una valiosa ventana hacia la vida municipal
de Agaete en los albores del siglo XX. Constituye, además, un raro testimonio
de resistencia ciudadana frente a la estructura caciquil que caracterizó buena
parte de la política canaria hasta la llegada de la Segunda República.
La voz de Juan García Arteaga, preservada
contra todo pronóstico, nos permite escuchar el eco de un tiempo en que la
lucha por la dignidad pública y la transparencia administrativa comenzaba a
tomar forma en los márgenes de los pueblos.

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