miércoles, 16 de julio de 2025

CUENTOS Y LEYENDAS EN LA TRADICIÓN ORAL DE AGAETE.


Agaete es un rincón especial de Gran Canaria, un pueblo que, hasta hace poco más de cien años, vivía casi aislado del resto de la isla, por lo limitada de las comunicaciones con otras localidades. Una condición que favoreció la formación de formas culturales propias y una rica tradición oral. Entre esas tradiciones están los cuentos y leyendas, llenas de; magia, miedo, fantasía y misterio. Se contaban al anochecer, sentados en las puertas de las casas, a la luz de la luna o un farolillo. Historias que pasaban de generación en generación, dejando en la memoria del pueblo un eco de lo fantástico. En este artículo nos adentramos en ese Agaete de antes, donde lo sobrenatural formaba parte de la vida diaria y lo increíble podía estar, literalmente, a la vuelta de cualquier esquina.

La historia de "Sebastián el de Marcial", el hombre que se enamoró de la Virgen de las Nieves.

La tabla de la Virgen de Las Nieves hasta 1963, antes del descubrimiento de la actual pintura que se encontraba debajo.

Cuentan los más mayores de Agaete que, hace muchos años vivía un hombre sencillo, algo excéntrico, llamado Sebastián, conocido como "el hijo de Marcial". Nadie sabía bien su edad, decían que era viejo desde joven, ni si hablaba con los hombres o con los espíritus. Siempre se le veía con una boina raída, una chaqueta de estameña llena de parches, y los pies descalzos aunque fuera invierno.

Sebastián era pescador, pero más que peces parecía pescar sueños. Dormía en cuevas y pasaba los días en la ermita de las Nieves, contemplando en silencio la imagen de la Virgen. Era una imagen hermosa, pintada sobre una tabla, de rostro sereno y mirada dulce, vestida de rojo, con manto azul, como los atardeceres de Agaete, cuando decíamos que la virgen estaba planchando. Y Sebastián en su trastorno, poco a poco, comenzó a enamorarse de ella.

No de la Virgen como símbolo, sino de ella, como si fuera una mujer de carne y hueso,viva. Decía que cuando todos se iban y él se quedaba solo, la Virgen le guiñaba un ojo. Juraba que sus labios se movían, que le hablaban en voz baja, que le sonreía con complicidad.

No estoy loco, muchacho, decía a quién se atrevía a reírse de él. La Virgen me espera. Solo le falta un paso para bajarse del cuadro y venirse conmigo a la cueva de Abelina. Allí le tengo un altar adornado con flores de buganvilla.

El cura, don Matías, intentó disuadirlo. Hasta le prohibieron entrar a la ermita durante un tiempo, pero él saltaba el muro que la rodeaba y rezaba desde la plazoleta, de rodillas, mirando por las rendijas del viejo portalón, por donde salía el reflejo del altar.

Una madrugada de agosto, poco después de las fiestas de Nuestra Señora de las Nieves, se desató una tormenta como no se recordaba en el norte de Gran Canaria. Truenos que partían el cielo, rayos que dibujaban cruces sobre el mar. Cuando los vecinos entraron a la ermita a la mañana siguiente, encontraron algo que los dejó sin aliento: el cuadro de la Virgen estaba vacío. Y en el suelo, bajo el altar, quedaban unas huellas mojadas, como si alguien hubiera bajado de la tabla de Flandes y caminado hacia la puerta. A medida que el sol que entraba por el ventanal, secaba las huellas, el cuadro retomó a su habitual estado.
Jamás volvieron a ver a Sebastián por la ermita.
Dicen que aún hoy, si subes de madrugada por el camino viejo de Las Nieves a los senderos de Tamadaba, al pasar por la cueva de Abelina, puedes escuchar el eco de una canción de amor suave, como rezada, entre las tabaibas. Y algunos pastores aseguran haber visto, justo cuando cae la neblina, a una mujer bajo un manto azul, de la mano de un hombre viejo, caminando entre las nubes bajas, como si flotaran...

Y entonces los más mayores te dicen:
No tengas miedo. Es Sebastián, el de Marcial. Por fin la Virgen salió del cuadro para irse a vivir con él.
En el otoño de 1963, gracias a la experta mano de los técnicos del Museo del Prado, aquella virgen de vestido rojo y manto azul que enamoró a Sebastián, "bajó del cuadro", desapareciendo para siempre, convirtiendo parte de la leyenda en realidad, dando paso a la de vestido verde y manto rojo que veneramos en la actualidad.

La botija del diablo.

En el camino al valle de Agaete, hay un promontorio llamado roque de Las Chobicenas. Ahí dice que se reunían las brujas.

Roque de las Chobicenas.

Una noche hubo un gran congreso de brujas, un gran aquelarre. Vinieron de todo sitios. Esa noche decía la gente del valle, que sentían cantos, risas y lamentos que las aterraban. Cantos como; "de Canarias somos, de Roma venimos, no hace un cuarto de hora que de allí salimos". También venían brujas de Cuba, venían de todos los sitios a hacerle reverencia al diablo que esa noche se reunía con ellas.
Comenta que aquello no era un asunto natural, que era una cosa más bien satánica, diabólica.
Al amanecer el día, un pastor que fue a echarle de comer a la vacas cuenta; que al ir a coger la hierba se encontró detrás de la manada, una mujer completamente desnuda.

Oye, ¿Tú quién eres? ¿Qué haces aquí?
-Yo me llamo Napala, soy de Perico, provincia de Matanza, en la isla de Cuba. He venido al gran aquelarre de esta noche y nos ha cogido el día. Nos entusiasmamos demasiado con el diablo que la aurora se nos echó encima. Y yo no puedo salir a la calle, ni coger mi escoba para irme a Cuba porque estoy totalmente desnuda.
¿Y qué quieres tú?
-Que me des ropa.
¿Y de dónde dices tú que eres?
-De Perico, en la isla de Cuba.
Ah, pero mira, es que yo tengo un hijo en Cuba. Hace ya mucho tiempo que no sé de él.
-Es que en tierra de Cuba, se olvida la tierra de Canarias. Pero si me das el nombre yo te diré quién es. Cuando esté en Perico ya yo hablaré con él.
Mira, se llama Narciso.
-¿Narciso Fuentes?
Sí.
-Anoche estuve yo hablando con él, casó con una rica hacendada de Oriente. Vive Muy bien, pero ella le tiene muy atado y no le deja venir para Canarias. Déjame salir, dame un traje.
Es que no puedo dártelo, yo quiero que me sigas contando.
Así llegó nuevamente la noche.
Las brujas se enracimaron en torno a ella, cantaban, chillaban, pero ella desapareció en forma de aguililla. Aguililla que aún se siente, que aún la presiente la gente de Agaete, huyen de las Tibicenas, no quieren pasar por la noche porque dicen que, ese canto es el alma de Napala, que está invocando un gran nuevo aquelarre, donde arrebatar y destruir totalmente al pueblo de Agaete.


La leyenda de Tamalía, enamorado de la estrella Venus.

Cuentan los más viejos del lugar que hace mucho, mucho tiempo, cuando Agaete aún vivía entre sombras y silencios, existió un joven conocido como "Tamalía". Era un muchacho callado, de mirada profunda, que pasaba las noches sentado en la orilla del mar, justo donde rompen las olas delante de la ermita de Las Nieves. Nadie sabía muy bien por qué lo hacía, pero él iba cada anochecer, siempre al mismo sitio, como si esperara a alguien.

Decían que estaba embrujado. Otros, que había perdido el juicio. Pero Tamalía no hablaba de ello, porque sabía que nadie le creería. Lo cierto es que Tamalía se había enamorado... pero no de una muchacha del pueblo, sino de una estrella.

No era una estrella cualquiera. Era el planeta Venus, el lucero de la mañana y la reina del atardecer. Tamalía decía que la veía bajar del cielo, como un resplandor que se deshacía en forma de mujer. Alta, de cabello largo y brillante como la espuma del mar, caminaba sobre el agua sin mojarse los pies, y se sentaba a su lado en la arena. Y él la peinaba con un espinazo de una sama tallada con sus propias manos, mientras, ella le cantaba canciones en un idioma que solo él entendía en sus sueños y delirios.


Así pasaban las noches. Nadie más la veía. Cuando llegaba el alba, Venus volvía al cielo, y Tamalía se quedaba solo, con los ojos brillando como si aún la llevara dentro.

Pero el amor entre un humano y una estrella no podía durar para siempre.

Una madrugada, cuando el cielo clareaba más de lo habitual, Tamalía comprendió que era la última vez que la vería. Venus, con tristeza en los ojos, le dijo que debía partir, que el tiempo de las cosas mágicas en la tierra se estaba acabando. Dicen que antes de irse, le dejó un último regalo: un rayo de luz que cayó sobre su pecho y que nunca se apagó.

Desde entonces, nadie volvió a ver a Tamalía. Algunos dicen que se lanzó al mar para seguirla. Otros creen que se convirtió en piedra y todavía mira al cielo desde alguna de las rocas que la bajamar deja al descubierto en la playa de atrás. Y hay quien afirma que, en ciertas noches claras, puede verse a Venus centellar justo encima de la orilla... y si se escucha bien, se oye el sonido de un peine pasando entre rayos de luna en forma de cabellos de luz.

La leyenda del burro con la oreja cortada

Hace muchos años, en el valle de Agaete, vivía un joven campesino enamorado de una muchacha que habitaba en una finca algo alejada del pueblo. Cada tarde, tras terminar sus labores, montaba su viejo burro y partía por los vericuetos del camino rumbo a la casa de su amada.

Una tarde, como tantas otras, cargó al burro con; una cesta de frutas y flores del valle, y emprendió el trayecto. Sin embargo, al poco de salir, el burro se detuvo en seco. Plantó las patas en la tierra y no hubo fuerza que lo hiciera avanzar. El joven tiró de las riendas, empujó desde atrás, le habló con dulzura, luego con enojo… pero nada. El burro, testarudo, no quería caminar.


Desesperado y sin entender qué ocurría, el joven tomó el naife (cuchillo), era costumbre en los campesinos llevarlo al cinto y en un acto impulsivo, le hizo un pequeño corte en la oreja al animal. No fue una herida profunda, pero sí lo suficiente para que el burro, sorprendido por el dolor, reanudara su marcha de inmediato, como si nada hubiese pasado.

Horas más tarde, ya en la finca, el joven llamó a la puerta de la casa de su amada. Para su sorpresa, no fue ella quien abrió, sino su suegra, quien solía mostrarse fría y recelosa. Esta vez, sin embargo, algo le llamó poderosamente la atención: la mujer llevaba un vendaje aparatoso cubriéndole una oreja.

¿Qué le pasó, doña? Preguntó el joven con curiosidad.

La mujer titubeó un segundo, buscó una excusa que no llegó, y finalmente cerró la puerta con brusquedad, dejándolo con más preguntas que respuestas.

Desde aquel día, comenzó a circular una historia entre los vecinos: que el burro no era otro que la suegra del joven, que se transformaba en animal para evitar que él visitara a su hija. Y que aquel corte, hecho con la mejor de las intenciones, rompió por un instante el encantamiento y reveló la verdadera identidad de la criatura.

Desde entonces, en Agaete se decía, entre risas y susurros, que hay suegras que no necesitan hablar para decir que no quieren visitas… basta con que se planten como un burro en mitad del camino.


La noche en que las brujas se llevaron a Cho Juan Díaz

En los tiempos de antes, cuando el silencio de la noche solo era interrumpido por el canto de las pardelas y el viento que bajaba de Montaña Gorda, vivía en el valle de Agaete un hombre conocido como Cho Juan Díaz. Era un hombre sencillo, de manos curtidas por la tierra, que vivía en la finca de Los Balos, donde cultivaba sus papas y cuidaba de unas pocas cabras.

Cho Juan tenía fama de escéptico. No creía en cuentos de brujas ni en apariciones. Cuando en las noches de tertulia los vecinos hablaban de luces que flotaban en los barrancos o de sombras que se cruzaban por los caminos, él reía y decía: ¡Eso son cuentos pa' asustar a los niños!

Pero una noche, todo cambió.

Era una madrugada sin luna, de esas que envuelven el valle en una oscuridad espesa. Cho Juan, que había salido a recoger una cabra rezagada, sintió de pronto un viento helado que no era de este mundo. Antes de poder reaccionar, una fuerza invisible lo levantó del suelo. No recuerda haber gritado, ni haber visto nada… solo un vacío repentino y un estremecimiento profundo.

Cuando volvió en sí, ya no estaba en Los Balos. Estaba tendido en lo alto de La Laja Amarilla, una gran roca solitaria situada en lo alto de Montaña Gorda, sobre los Berrazales. Era un lugar al que nunca había subido, y mucho menos de noche.

Desorientado y con el cuerpo entumecido, comenzó a caminar sin rumbo claro. Pero, como buen hijo del barranco, supo leer las señales del paisaje. Las piedras del camino, esas que conocía desde niño, le hablaban en silencio: una formación aquí, un risco allá, una vereda marcada por el agua.

Así, guiado por el instinto y por las piedras del barranco, descendió lentamente hasta que al amanecer llegó, exhausto, a su casa.

Pero lo que encontró allí lo dejó helado.

La puerta estaba entreabierta. Y el aire dentro olía fuerte, a monte, a algo amargo y salvaje. Sobre las repisas, en los rincones, colgadas de las vigas… había ruda y beleño, ramas secas de esas que, según los antiguos, usaban las brujas para proteger o embrujar.

Nadie las había puesto allí. Nadie, al menos, de este mundo.

Desde ese día, Cho Juan ya no volvió a burlarse de los cuentos de brujas. De hecho, hablaba poco. Se volvió más silencioso, más observador. Y cuando alguien preguntaba qué le pasó aquella noche, solo decía:

Ellas me llevaron… y me dejaron volver.

Y en Agaete, hasta hoy, se cuenta su historia al caer la tarde, cuando el viento baja de Montaña Gorda y las sombras vuelven a alargarse sobre el barranco.

Juan Viva y el juego de las brujas.

En un tiempo donde las noches eran más oscuras y los montes más vivos, vivía en el Valle de Agaete un muchacho llamado Juan Viva, hijo del conocido Pancho Viva, hombre noble y trabajador.

Juan era fuerte y curioso, amigo de internarse por los senderos del barranco y trepar por los riscos hasta los pinares de Tamadaba como si fueran su propio patio. Decían que tenía piernas ligeras y un corazón sin miedo.

Pero el miedo, como bien dicen los viejos, no siempre se aprende por consejo. A veces, hay que vivirlo.

Una noche sin estrellas, Juan salió a buscar un baifo (cabrito) que se le había escapado hacia la parte alta del monte. Subió por la vereda que lleva a las Chobicenas, sin saber que algo lo estaba esperando.

Apenas alcanzó el claro entre los riscos, un viento raro lo envolvió. No era brisa, ni alisio. Era como un susurro que giraba a su alrededor. Y entonces, escuchó las voces.

¡Tíramelo pacá! gritó una voz aguda desde las Chobicenas; ¡Ahí te va! Respondía otra desde lo alto del pinar de Tamadaba.

Juan no entendía nada. El suelo pareció moverse bajo sus pies y, en un parpadeo, ya no estaba donde creía. ¡Estaba volando! O eso sintió, porque el mundo giraba a su alrededor. Una fuerza invisible lo lanzaba por los aires, de un lado al otro del monte, como si fuera una pelota en un juego de brujas.

Una y otra vez, toda la noche, las voces se contestaban con risas y gritos: ¡Tíramelo pacá! ¡Ahí te va!

Y Juan, entre las Tibicenas (donde dicen que habitan los espíritus salvajes) y el Pinar de Tamadaba, volaba de un extremo al otro del barranco, mareado y sin poder gritar.

Al amanecer, lo encontraron cerca del Charco Azul, tumbado sobre una roca, los ojos abiertos como platos y la ropa al revés.

¿Qué te pasó, Juan? Le preguntó un vecino. Juan solo murmuró: Jugaban conmigo… no eran de este mundo.

Desde entonces, jamás volvió a subir solo a la montaña de noche. Y en Agaete, se dice que si alguna vez escuchas un “Tíramelo pacá” desde el monte, lo mejor que puedes hacer… es correr en dirección contraria.

Porque las brujas aún juegan en lo alto de Tamadaba. Y tú podrías ser su próximo “juguete”.

Cho Pepe y el baile de las brujas, la leyenda del Barranco de Mayo

Había en Agaete un hombre de buen temple y paso firme, conocido por todos como Cho Pepe el de la Somaíta. Vivía en las laderas cercanas a las cabras, donde la tierra se asoma al barranco como si quisiera mirar lo que viene desde el mar.

Una Pascua, regresando de Las Palmas, venía Cho Pepe bajando con sus dos mulas por la Cuesta de Armas, un camino empinado y pedregoso que serpentea hacia el corazón del valle. El sol se había ocultado y la sombra de la montaña empezaba a cubrirlo todo de un azul espeso.

Mientras avanzaba en silencio, oyó pasos suaves detrás de él. Al volver la vista, vio a una mujer sola, de rostro sereno y mantón oscuro, que le pidió con voz suave:

Don Pepe… ¿me lleva en una de sus mulas?

Cho Pepe, que era hombre de palabra y de ayuda, no lo dudó. La subió en la mula de atrás y siguieron camino abajo. No hablaron más. Solo el ruido de los cascos sobre la piedra y el leve crujir de las alforjas acompañaban el descenso.

Pero al llegar al Barranco de Mayo, justo en una llanada donde a veces pastaban sus cabras, algo cambió. El aire se volvió más tibio, casi pesado, y de pronto, Cho Pepe escuchó risas. No eran risas cualesquiera: eran carcajadas agudas, acompañadas por un eco extraño que venía del fondo del barranco.
Miró hacia la explanada y lo que vio le heló la sangre: Un gran aquelarre se celebraba bajo la luz de la luna. Mujeres desnudas danzaban en círculo, descalzas sobre la tierra, y en el centro del corro, una figura negra y temible dirigía el ritual con los ojos encendidos… ¡el mismísimo Diablo!

Cho Pepe no podía creer lo que veía. Las risas se tornaron gritos. Algunas brujas lo señalaron y corrieron hacia él con intenciones oscuras. Las mulas se agitaron, nerviosas.

Pero entonces, la mujer que había subido con él, la que parecía tan tranquila, saltó de la mula con agilidad de gato y se interpuso entre él y las demás.

¡Este no! Gritó con voz poderosa. ¡Él me ha ayudado! ¡Déjenlo ir!

Las demás se detuvieron. El Diablo alzó una ceja, como intrigado, y con un gesto brusco dispersó la escena. En un parpadeo, el baile se desvaneció como humo.

Cho Pepe siguió su camino sin mirar atrás, con el corazón acelerado y las manos temblorosas.

Cuando llegó a casa, no contó nada durante días. Pero con el tiempo, la historia salió, y en el pueblo se supo que, aquella noche, una bruja agradecida lo había salvado del aquelarre del Barranco de Mayo.

Desde entonces, por Pascua, nadie baja solo por la Cuesta de Armas.

Y si ves una mujer que pide llevarla en la mula… asegúrate de que no lleva los pies descalzos, ni sombra al caminar.

Las Brujas de Guayedra.

En las escarpadas laderas del Risco de Agaete, donde la tierra respira historia y el mar se escucha desde lo alto, nació a finales del siglo XIX un niño llamado Pedro Suárez Martín. Fue mi abuelo, y de él aprendimos a escuchar la tierra... y a temer ciertas noches.

De todos los cuentos que nos narró, hubo uno que siempre nos helaba la sangre. Decía que lo vivió con sus propios ojos, cuando aún era un chiquillo.

Aquel día habían venido a visitar a unos parientes al pueblo, desde el caserío del Risco, donde residían, catorce kilómetros separaban aquel rincón perdido del casco urbano de Agaete. Pedro, su madre y sus hermanos compartieron el almuerzo en familia, recogieron quesos, papas y otros productos de la tierra y, con el burro cargado, emprendieron el regreso por el antiguo Camino Real de La Aldea, una ruta empedrada, dura y solitaria.

El sol caía lento sobre los riscos, tiñendo de naranja el Faneque y los riscos de Tamadaba. Pero al llegar al barranco de La Palma, en los terrenos del cortijo de Guayedra, el burro se detuvo. No era un alto por cansancio. Era otra cosa.

El animal, inquieto, se negaba a avanzar. Le hablaban, le tiraban suavemente, incluso le azuzaron con una vara, pero en vez de seguir, comenzó a caminar hacia atrás, temblando.

Entonces ocurrió. Al otro lado del barranquillo, justo donde el camino desaparecía entre las piedras, se encendió de pronto una hoguera. Un fuego alto y violento, que lanzaba chispas al cielo y pintaba los riscos cercanos con un resplandor rojo intenso.

Y alrededor de la llama, danzaban varias mujeres. Iban sueltas de ropas, con los cabellos al viento, riendo, girando, cantando palabras que no eran de este mundo. Daban vueltas al fuego como en trance, invocando algo… o a alguien.

Los niños quedaron paralizados. La madre, en cambio, sacó fuerzas del miedo. Se hincó de rodillas y empezó a rezar con fuerza. Sus labios temblaban mientras murmuraba salmos, pidiendo protección.

Al terminar, se puso en pie, trazó una gran cruz en la tierra polvorienta con una vara… y en ese instante, las mujeres soltaron un grito desgarrador. La hoguera se apagó como si una ráfaga del infierno la hubiese aspirado, y con ella, todo se desvaneció. No quedó ni humo, ni sombra. Solo la noche, más negra que antes.


El burro entonces soltó un bramido, agitó las orejas… y empezó a caminar como si nada. Nadie dijo una palabra hasta llegar a casa.

Su madre, ya a salvo, le dijo al oído:

Eran chubicenas… brujas. Estaban invocando al diablo.

Y así, aquella noche de la hoguera en Guayedra se convirtió en historia viva. Porque cuando los abuelos cuentan algo sin parpadear, no es leyenda… es verdad dicha en voz baja.

Al comprobar la toponimia del lugar, me sorprende que, en las proximidades de la casa del barranco de la Palma, cortijo de Guayedra, donde mi abuelo situaba el hecho, en lo alto de la ladera, muy cerca de donde pasaba el antiguo camino real al Risco, existe un lugar llamado "Chobicenas" y algo más al sur otro con nombre Chibicenas.

Según muchos investigadores, las tibicenas o chibicenas eran para los antiguos canarios seres demoníacos o malos espíritus, que adoptan formas humanas, normalmente de mujer o de animales imposibles, más grande de lo habitual, lanudos, con grandes cuernos, ojos enrojecidos que se iluminan por la noche, agresivos..., los demonios de los que hablaban los antiguos canarios. Nuestros mayores siempre creyeron en ello, en las que ejercían la brujería que llamaron chubicenas, en lo misterioso, de lo que hay abundantes testimonios en Agaete, un pueblo de leyenda.


Según nuestros ancianos, las Chubicenas, las brujas y sus aquelarres dejaron de existir "cuando llegó la luz eléctrica", pues eran incompatibles con la electricidad y la luz. Existieran o no, fueran un mito, una leyenda solo para meternos miedo, alucinaciones propias de brebajes o una realidad, siempre fue agradable escuchar esas historias a nuestros abuelos, fuentes de experiencias.

Bibliografía y fuentes:

Testimonios y recuerdos novelados por mi, de:

Manolo Barroso, Pedro Suárez Martín mi abuelo y Andrea Suárez García, mi madre.