PREGÓN DE LAS FIESTAS DE LAS NIEVES Y SU BAJADA DE LA RAMA 2019.
AGAETE 27 DE JULIO DE 2019.
JOSÉ RAMÓN SANTANA SUÁREZ.-
Ilustrísima Señora Alcaldesa, miembros de la corporación
municipal, otras autoridades que nos acompañan, queridos vecinos, familiares y
visitantes que nos honran con su presencia estos días, buenas noches.
Querido amigo Jorge, muchas gracias por tus palabras en
la presentación de este humilde pregonero.
Cuando escuché en boca de Menchu un: —“el pregón de las
fiestas de este año lo vas a decir tú”, me sentí muy emocionado y sorprendido,
de que tal honor y responsabilidad fueran a recaer en mí. Pero sobre todas las
emociones que me embargaron, me sentí tremendamente honrado.
Agradezco profundamente a nuestra Alcaldesa, haberme brindado
la oportunidad de ocupar esta tribuna, porque no imagino mayor honor para un
hijo de Agaete, que ser pregonero de nuestras fiestas. El día de hoy me
acompañará siempre.
Es difícil contar algo que aún no se sepa o que no hayan
contado otros antes que yo. Quizá, quienes ocuparon esta tribuna antes,
tuvieron más tiempo que yo para pensar sus palabras o quizá no lo necesitaran,
por estar más preparados. Por mi parte, pido a la virgen de Las Nieves que me
eche una mano, en mi empeño por transmitirles y hacerles entender mis
sentimientos. Y ¡no se asusten!, pues el sentido común me dice que no me
alargue mucho más de media hora.
Voy a empezar por lo que significa para mí ser de esta
Villa.
Nací aquí al lado, a pocos metros, y aquí habitan mis
primeros e imborrables recuerdos. Aquí pasé mi infancia, la mayor parte de mi
adolescencia, mi juventud y mi madurez. Aquí quiero envejecer y el día que Dios
quiera aquí, junto a mis antepasados, quiero descansar eternamente.
No creo que nuestro pueblo sea mejor que otro, aunque yo
lo siento así ¡el mejor!, sentimiento que no he dudado en defender ante quienes
opinan lo contrario. Agaete tiene algo distinto, especial, algo que lo
diferencia de los demás, algo que lo hace peculiar. Es inconfundible.
Como inconfundible son sus mujeres y hombres.
No tengan duda de que todo lo que digo y les voy a contar
no son palabras huecas para justificar un compromiso, les puedo asegurar que
son emociones que me dicta el corazón.
En las ciudades, la gente es anónima. Uno puede tirarse
años viviendo en un edificio y no saber cómo se llama el vecino que vive tres
pisos más arriba o dos portales más abajo, uno es Juan el del 4º o María la del
portal B.
Los que tuvimos la suerte de nacer en un pueblo como
Agaete, somos unos privilegiados porque, además de un nombre y dos apellidos,
somos ALGUIEN.
Y por si alguien se pregunta, sobre este pregonero: —¿de
quién “sos” tú, mi niño”?, les respondo como le contestaría cualquier agaetense:
—Soy Pepe el sargento, hijo de Pepe el treinta nú y Andreíta la de mano Pedro
el de las tres mujeres. Y no es que mi abuelo fuera polígamo, sino que enviudó
dos veces y se casó tres, la última, “Juana la de Micaela”, lo echó por delante
por si las moscas. Nieto de Santiago “Avaristo” y Chana la de mana Ciona, la de
Manuel Niño el del chinchorro, sobrino de Lola la Pancha, de Antonio el
pulgarcito, de Pino la quellera, de Juan José el zurdo y de Antonio el
berruguilla.
—“¿Y a dónde vives, mi niño?”
—Pues en la cuesta por donde baja la Rama, en la antigua
casa de “las cocheras”, frente a la casa de Francisquito el cobrador y Antoñito
Marrón, por debajo de Luz la de la Carrisa, por encima de la casa de Nievecita
la del cojo de la machuca, al lado de las cotorras. Y, señora alcaldesa, no
piense que usted se va a librar, y enfrente de la hija de Pepito el de las
quinielas y el hijo de “mastro Yoyo” —Así podríamos seguir hasta nombrar todo
el pueblo.
Estas son las señas de identidad que hacen que este pueblo
sea distinto y especial, señas que se van heredando de padres a hijos y, de
momento, sin pagar impuestos de sucesiones.
Fíjense si Agaete es diferente, que somos de los pocos
pueblos en los que las fiestas principales, no son las patronales.
Ahora les hablaré de mi otra pasión, la historia de
Agaete. A ella he dedicado buena parte de mi tiempo en los últimos años, desde
la afición a la investigación, pues no tengo formación académica y por ello
apelo también a la generosidad de ustedes cuando me juzguen.
Agaete es fruto de una perfecta simbiosis de tres
culturas: la aborigen, la castellana de los conquistadores y la morisca, de los
esclavos capturados en la cercana tierra africana, para trabajar en los
ingenios azucareros o servir a los hacendados.
Aún hoy día, podemos apreciar los rasgos berberiscos y
negroides en parte de la población y los numerosos topónimos que nos dejaron:
la cueva del moro, el barranquillo de los moros, lomo y montaña las moriscas,
la cueva de la negra, la baja del negro Segura, barranquillo de la cueva de los
moros, cueva del negro, playa del negro, etc. No creo que haya otro lugar en
las islas con más riqueza multicultural que este rincón de Gran Canaria.
Qué pena que este patrimonio y riqueza multicultural de
la que deberíamos estar orgullosos, en parte recientemente reconocida por la
UNESCO, no haya quedado reflejada en nuestra simbología, quedando solo
representada una de ellas con tintes coloniales.
Es esta mezcla de razas, culturas y costumbres que ellos
nos dejaron, la que con la evolución natural del tiempo caracterizan nuestro
temperamento y nuestros hábitos, dónde está una de las más antiguas de nuestras
tradiciones, el fervor a nuestra primera ciudadana, la Virgen de Las Nieves y
su bajada de la Rama.
Sobre el origen de esta tradición, una de las primeras
devociones marianas de Canarias, nos tenemos que remontar al mismo momento de
la llegada de los conquistadores.
Según las crónicas y cuentas de la conquista, una mañana
del verano de 1481, el gobernador de la isla, Pedro de Vera, con 150 hombres y
30 caballos, a bordo de las carabelas el Buen Jesús y la Buenaventura,
desembarca en el lugar conocido como el Gayerte, donde antes no había llegado
cristiano alguno.
Era costumbre de los conquistadores dar el nombre del santoral
del día al sitio donde arribaban por primera vez, por lo que muy probablemente
fuera un cinco de Agosto y por eso al lugar se le llamó Las Nieves, como así
hizo el propio Fernández de Lugo, en Santa Cruz de la Palma, donde desembarcó
un 3 de mayo de 1493, o Santa Cruz de Tenerife, donde llegó un año después
también un 3 de mayo. Ambas ciudades tomaron el nombre del santoral del día, la
Santa Cruz.
El gobernador Vera mandó construir un asentamiento
permanente para, desde él, asediar por la retaguardia al Guanarteme de Gáldar,
Tenesor Semidán, más tarde una vez pacificada la isla, bautizado como Fernando
Guanarteme, el cual eligió para vivir él y los suyos, su lugar preferido, un
rincón maravilloso de este pueblo, el redondo de Guayedra.
Una vez construida la fortaleza, el gobernador nombra
primer alcaide a un joven capitán, natural de Sanlúcar de Barrameda, de 25
años, Alonso Fernández de Lugo.
Su llegada no fue un paseo. Los aborígenes canarios les
plantaron cara a los invasores, ofrecieron seria resistencia y fueron heridos
muchos de los hombres, incluido el propio Lugo.
Era costumbre en la flota de la conquista llevar a bordo
de los navíos una imagen de la Virgen, “la galeona” le llamaba en la flota
andaluza, a la que se encomendaban cuando llegaban los temporales o faltaban
los vientos y otras calamidades.
No tengo duda de que cuando esos hombres de Fernández de
Lugo saltaron a tierra en las playas de Las Nieves, una de las primeras
acciones tuvo que ser montar un oratorio donde ampararse espiritualmente antes
las adversidades que les asediaban.
Cuenta la leyenda y los documentos lo confirman, que en
una cueva cercana a la fortaleza, hallaron una pequeña imagen de barro cocido, al
parecer propiedad de unos comerciantes mallorquines que antaño habían habitado
estas tierras. La colocaron en la capilla de la fortaleza y terminaron llamándola
Virgen de Las Nieves.
—Desde mi punto de vista, es la virgen la que toma el
nombre del lugar y no el lugar el que toma el nombre de la Virgen—.
La imagen acompañó a Lugo en su conquista de La Palma en
1493, y allí se quedó para siempre.
La iglesia y el pueblo palmero nunca reconocieron que su
virgen de Las Nieves era la que antes estuvo en Agaete, quizás pensaron que se
la podíamos reclamar algún día, apostando por la aparición divina a los guanches antes de la llegada
de los hombres de Lugo, sin más explicaciones.
El dato más antiguo de la advocación de Agaete a Nuestra
Señora de Las Nieves nos lo da Tomás Marín y Cubas, en su libro “Historia de
las siete islas canarias”, redacción de 1687, y que copia una cédula que fue dada
en Toledo el 4 de Febrero de 1484, que dice lo que sigue:
“I muchos caballeros conquistadores que allí poblaron i
tuvieron tierras, i aguas i buenos repartimientos i Alonso Fernández de Lugo en
Gaete, i la capilla que se hizo era de Ntra. Sra. De Las Nieves..."
Años más tarde, sobre 1536, llegó la tabla de Flandes que
actualmente veneramos.
Del análisis de los documentos obrantes en el archivo
parroquial y otros, que realizan nuestro historiadores sobre el tríptico de Las
Nieves, se desprende que primero fue virgen Inmaculada de la Concepción y que
parece que estuvo los primeros años de su llegada en la antigua iglesia parroquial,
destruida por el incendio de 28 de junio de 1874.
Así lo podemos observar en las primeras cláusulas del
testamento de Antón Cerezo:
“Declaro que yo mandé traer de Flandes, para la iglesia
de Nª. Sª. de la Concepción, de este Agaete, un retablo de pincel, del mejor
maestro que se hallare, de la advocación de Nª.Sª de la Concepción.”
Algunos investigadores, basándose en esto y otras
contradicciones del testamento de Cerezo, han llegado a la conclusión de que
pudieron existir dos trípticos y que el actual no es el de Cerezo, pero del
análisis detallado de los inventarios parroquiales y otros documentos por
diferentes archivos, se deduce que solo llegó de Flandes un tríptico, que al
poco tiempo de llegar, estuvo en la iglesia matriz bajo la advocación de la
Inmaculada Concepción y una vez transformada la primitiva capilla en ermita, como
había ordenado Antón Cerezo, bajó a ella bajo la advocación de Nuestra Señora
de Las Nieves.
Quizás esa primera advocación a la Concepción sea la
causa de que a alguien, probablemente a finales del siglo XVIII, se le
ocurriera sobre-pintar el manto original rojo, con el azul inmaculado.
Se añadió además una corona de doce estrellas, en
representación de las doce tribus de Israel, propia de la iconografía de la
Concepción, y que lució durante unos cuantos siglos, hasta que en 1963, se
descubrió la actual pintura flamenca original que había debajo.
Otra de las opciones plausibles del sobre-pintado, puede
ser la nostalgia de la primitiva virgen de Las Nieves, la que se encuentra en
la actualidad en La Palma, que tiene el manto azul y la túnica roja.
Esa añoranza de su paso por la iglesia matriz, en sus
primeros años de estancia entre nosotros, sea quizás el motivo por el que desde
hace ciento de años, cada 5 de agosto regrese desde su ermita en el Puerto de
Las Nieves a su antigua morada por unos días.
Tenemos indicios de la celebración de las fiestas desde
el siglo XVII, pero los primeros datos escritos de esta subida anual de la
virgen a la parroquia nos los da la prensa de 1863, donde la virgen salía de su
ermita el 5 de agosto y regresaba el día 6, apenas 24 horas en el pueblo.
Aquellas fiestas de aquel año según la prensa de la época
“estuvieron muy animadas y con buenos fuegos artificiales”.
En 1904, por motivo de la guerra ruso-japonesa, el mundo estaba
a punto de entrar en el que hubiera sido el primer conflicto mundial y la
guerra parecía inminente e inevitable. El gobierno de la nación decidió
reforzar la defensa de Canarias y mandó a la isla, entre otras unidades, al regimiento
Valencia 23. Buena parte de ese regimiento se instaló en Agaete y sus tropas junto
con su banda de música, se unieron a la comitiva para acompañar a la virgen en
la subida de aquel año.
Ese año se decide dejar la virgen en el pueblo nueve días
más, para celebrar las novenas. Un ejercicio del ceremonial y devoción católica
que se practica durante nueve días, para obtener alguna gracia o rogar por una
determinada intención, que aquel año tuvo que ser para pedir por la paz del
mundo, gravemente amenazada. Afortunadamente el conflicto no derivó en guerra mundial
y unos meses después se firmó la paz. La gente de Agaete se lo agradece cada
año cantando durante las novenas una estrofa que dice :
La miseria, el dolor,
la guerra y la calamidad
por vuestro medio ha cedido
cuando hacia vos se ha cogido
el agaetense devoto,
de miles modos promueves su fe,
esperanza y fervor,
mostrando vuestro favor
madre mía de las Nieves.
A partir de ese año de 1904, las novenas son un acto más
de las celebraciones religiosas de las fiestas y la virgen permanece en el
pueblo hasta el día 17, que vuelve a su ermita junto a las olas del mar.
Hoy en día, reside permanentemente en la iglesia de la
Concepción, en aras de la conservación pictórica y la seguridad, desobedeciendo
el mandato testamental de su primer propietario, Antón Cerezo, que en una
cláusula de su testamento ordenó que, una vez construida su ermita y monasterio
en Las Nieves, el tríptico y sus ornamentos, jamás salieran para otra iglesia o
convento.
En la actualidad y desde 1993, en la ermita se ha
colocado en su altar mayor una copia del cuadro original, que es el que sale en
procesión cada 5 de Agosto.
Van ya más 500 años de esta devoción, de ser guardiana y
consuelo de los agaetenses, a la que se encomendaban en los casos de epidemias
y enfermedades, y no nos ha ido mal, en ocasiones haciendo sus milagros, como
durante la epidemia de peste del siglo XVII, que diezmó la isla y los pueblos
de Gáldar y Guía, pero que a nuestra villa sorprendentemente nunca llegó.
Cuando los temporales amenazaban el pueblo, a ella se
acudía cantándole la siguiente copla:
“Virgen de Las Nieves mira pal barranco, pa llevarte el
pueblo faltaran dos trancos y si te lo llevas, tú tienes la culpa, que los
marineros no te lleven nunca”.
Pero la historia de Agaete no solo está protagonizada por
estos personajes conocidos, sino también por miles de personas anónimas, que
con su silenciado esfuerzo, trabajando de sol a sol, de marea en marea, con su
actividad política o social, paso a paso, han creado nuestra historia y el
Agaete del siglo XXI que ahora disfrutamos.
Historias de tragedias y de alegrías, de guerras civiles
y posguerras, de hambre y sacrificios, historias de emigraciones, porque no
había trabajo para todos o por mejorar las condiciones económicas.
En el caso de mi familia y en el de decenas de familias
agaetenses en los años sesenta del pasado siglo, el Sahara fue nuestro destino,
un lugar desconocido y en el que no habíamos estado nunca, al que fuimos
prácticamente con lo puesto, además de la imagen de la Virgen de Las Nieves que
nunca faltó en nuestras casas saharianas, pero siempre volvíamos al pueblo por las
fiestas, las fiestas eran el punto del retorno, el reencuentro con nuestros
orígenes y raíces.
El primer año de nuestra llegada al Sahara no pudimos
venir a las fiestas, puesto que acabábamos de llegar y viajar no era tan
económico y simple como hoy en día.
En las afueras del Aaiún, residía un agaetense muy
peculiar, Miguel Perdomo. Era conocido como “Miguel Ligero” y había cambiado el
verdor de su Valle natal y su barranquillo del ingenio, muy cerquita de la era
donde comienza la rama de San Pedro, por el Sahara. En medio de la nada y en
pleno desierto, cuidaba de un ganado variopinto de camellos, cabras, ovejas y
vacas, entre otros, propiedad de un conocido carnicero de la ciudad.
El día 5 de agosto de aquel año, creo recordar que sería
sobre 1965, varias familias de Agaete nos reunimos en aquel inhóspito y sucio
lugar. Los hombres mataron una cabra, mientras las mujeres preparaban un gran
puchero y lloraban amargamente, escuchando a través de radio Las Palmas, la
apasionada retrasmisión de la llegada de la virgen. Entre sollozos, iban
comunicando por dónde iba la imagen, ¡la virgen está saliendo de la ermita, ya
va por la Torre, ya está llegando al puente viejo, ya está en la plaza! y de
fondo se escuchaba el redoblar de los tambores y cornetas de la banda de música
de la marina, las tracas y los voladores.
Al final, cuando el ron ya empezaba a hacer efecto en el
espíritu de los hombres, terminamos todos bailando la rama con ramos de alfalfa
seca en medio del desierto.
Allí, desde la nostalgia
de la lejanía, aprendí a querer a mi pueblo. Hoy en día esa misma nostalgia hace que que ame aquella tierra y su gente, el pueblo saharaui.
Sahara, 1967, con gente de Agaete.
Es a escasos metros de este
Huerto de las Flores, donde surgen mis primeros
recuerdos de nuestro pueblo y de nuestras fiestas en honor de la Virgen de Las
Nieves y su bajada de la Rama. El niño que fui recuerda la cuesta de la calle
Guayarmina, empedrada y cubierta de hierba, como la mayoría de nuestras calles
por aquel entonces.
La puerta de mi casa, como todas las del pueblo, estaba
siempre abierta. Recuerdo vagamente, ver pasar a las mujeres con bernegales en la cabeza y cacharros en
la mano, en busca de agua a la “fuente de los chorros”, o con los baños cargados
de ropa recién lavada en las acequias del barranco. Vaya mi homenaje a todas
esas mujeres. Nuestras madres y abuelas, luchadoras y trabajadoras incansables
no solo en sus casas, sino también en las plataneras, los tomateros, los
almacenes de empaquetado o vendiendo el pescado calle por calle, casa por casa…
en el mismo pueblo y en los pueblos vecinos.
La mayor parte de estas mujeres, pilares fundamentales de
la sociedad agaetense, pasaban las fiestas metidas en las cocinas, asegurando el
sustento de familiares y visitantes, y solo disfrutaban de los actos que se
desarrollaban en las proximidades y que, por lo tanto, podían ver desde el
umbral de su puerta. Recuerdo a mi madre preparando el caldo, para el que se
mataba la mejor gallina; la carne mechada; la ensaladilla rusa; el rancho;
comidas que se repetían año tras año en las casas de Agaete y costumbre que hoy
en día, mis hermanas tratan de mantener.
Aventuro que otras muchas familias de Agaete se reunirán alrededor de la mesa frente a deliciosas
recetas heredadas, cuando llegan las fiestas y faltan los padres.
Algunos de mis recuerdos infantiles suceden en este
propio huerto de las flores, donde mi bisabuela Mana Ciona nos traía algunas
tardes a rezar el rosario, en la terraza de la casa de la entrada. Los niños
nos sentábamos en el suelo, en medio de un círculo de ancianas, con mantilla
canaria y enlutadas de los pies a la cabeza. Dirigían el rezo dos de las
ancianas, tías del antiguo propietario de este huerto, D. José de Armas Medina
y conocidas como las niñas Medina, Doña Gabriela y Doña Juana Medina Ramos. Por
sí solas, la presencia de las últimas representantes de aquella pequeña
burguesía que tuvo en sus manos los destinos de este pueblo durante más de un
siglo, imponía. Eran, además, familiares de Doña Leonor Ramos, esposa del poeta
Don Tomás Morales, íntimamente ligado al espacio donde nos encontramos.
Eran tiempos de penuria y la luz eléctrica solo
funcionaba unas horas, desde el anochecer a la madrugada. O simplemente no
teníamos, porque el motor de Segundito estaba más tiempo averiado que
funcionando.
Recibíamos agua cada dos o tres días y, en ocasiones,
hubo que esperar más de una semana. Llenábamos todo lo que podíamos y, ¡a
estirarla para no quedarte sin ella! La alternativa era ir a asearse a la
acequia de los chorros.
La única diversión que teníamos era el cine, una ventana
por la que sabíamos que más allá de “las moriscas”, había otro mundo.
A pesar de todas las calamidades, el pueblo tenía vida y
nuestras fiestas ya eran de las mejores y más participativas de toda la isla.
Uno de mis primeros recuerdos de las fiestas es la visita
a “Pipo el sastre”, para probarme una chaqueta que, junto con los zapatos,
estrenaba el día 5. No volvería a ver aquella vestimenta hasta la siguiente festividad
de la Inmaculada Concepción, donde ya los zapatos me quedarían apretados.
El miedo a los
papahuevos y a la traca de la plaza cuando llegaba la virgen, es otra de las primeras
fotografías del álbum de mi vida.
Hoy, como ayer, los chiquillos bailan alrededor de los
papahuevos, pero las nuevas tecnologías nos llevan la delantera y las pantallas
les han enseñado ya demasiados personajes de ficción desde muy pequeños. El
temor a quedarse sin batería sustituye actualmente el que nosotros sentíamos, mezclado
con una buena dosis de emoción, por los coloridos y gigantescos papahuevos.
Ahora, lejos de temerlos, quieren un papahuevo de regalo.
Recuerdo cómo, a medida que íbamos creciendo y tomábamos
conciencia de que faltaban pocos días para las fiestas, los chiquillos íbamos
recorriendo con curiosidad los alrededores de la plaza, mirando las marcas y
nombres que Manolo el Cabo, que en paz descanse, iba haciendo con una tiza para
señalar el lugar y los metros que le correspondían a cada puestillo o feriante.
De ese modo, sabíamos por adelantado quién vendría ese año.
¡Cómo olvidar el trajinar de Rafael, Eduardillo, Lolo y
algunos otros empleados municipales de entonces, colocando las banderillas!; y
aquellos gruesos palos, a lo largo de toda la calle de la Concepción, adornados
con hojas de palmera y pintados con los colores representativos del régimen,
donde se colocaban las banderolas oficiales; y unos pequeños cuadros ovalados
de nuestros barrios, la mayoría extraños para la chiquillería, pues nuestros mundo
conocido terminaba en las Chisqueras por el norte y en la Cruz Chiquita por el
sur, hasta que a medida que íbamos creciendo explorábamos otros territorios.
¡Agaete empezaba a oler a fiestas!
Imborrable, es el recuerdo de la ruleta de “Carmen la
Muda”. Aún oigo su peculiar ruido al girar. Si intentabas engañarla, moviendo
la peseta de la carta de la baraja a la que habías apostado, te daba con una
vara que siempre tenía en la mano. Y el carrito de los helados; la rica
granizada de naranja o de fresa, con la que amortiguábamos los calores de la
Rama y que siempre se colocaba en la esquina de la plaza frente al Perola; la
caseta de tiro con escopetas de balines, regentada por un enano pecoso y
pelirrojo, con mucha mala leche; los puestos de fruta de “la borriquera”, a la
sombra del árbol bonito de la actual plaza de Tenesor; las ristras de chorizo
de Teror colgando de las ramas del propio árbol, con toda clase de frutas,
donde destacaban aquellas enormes sandías y melones; la machacona tómbola de la
muñeca chochona y el perrito piloto; y en especial la del cura, donde Don
Teodoro, tras recoger objetos que ya no utilizábamos entre particulares y
negocios del pueblo, los rifaba. Por supuesto, ¡cabía la posibilidad de que tu
premio fuera algo que tú mismo habías donado!
Tampoco olvido las carreras de cintas en bicicleta, la
cucaña de las Nieves, donde Juanillo el Faneque no tenía rival y los
ventorrillos, que no necesitaban nada más que dos bidones para apoyar el tablón
que, adornado con una hojas de palmeras, hacía las veces de improvisada barra.
Detrás, en unos grandes baños o bidones llenos de agua, serrín y grandes
bloques de hielo, nadaban los botellines de tropical.
Ahora los feriantes siguen llegando, pero han cambiado de
etnia y de color, adaptándose nuestras fiestas a los nuevos tiempos de
migraciones que corren. Por las cajas de los turrones parece que no pasa el
tiempo, siguen siendo las mismas de siempre.
Recuerdo la emocionante llegada de la virgen al puente
viejo, donde se encontraba con su pueblo que la esperaba, bajo el tronar de los
cañones instalados en “Las Peñas” y la lluvia de papelillos que caían sobre el
pueblo tras cada disparo.
De la mano de mi padre, durante el encuentro de la virgen
con su esposo San José, mi mirada de niño se sorprendía, al ver las reverencias
que se hacían, la gente descalza y llorando. Todos emocionados rompían en
aplausos y vítores a ritmo del himno nacional.
Con mi padre, llegada de la virgen tras la restauración de 1963.
Observaba con asombro cómo, una vez que la virgen entraba en la iglesia, decenas de mujeres y hombres, de todas las clases sociales, recorrían de rodillas la distancia que separa la puerta de entrada del altar. Algunos varias veces, con niños de la mano o en brazos y con las rodillas ensangrentadas, ofreciendo velas; otros exvotos en rogativas o en prueba de agradecimiento por los favores concedidos.
Eran cuatro días de fiestas al año. Hoy en día hay una
multitud de fiestas y quizás eso hace que no las apreciemos como entonces.
Con la llegada de la juventud, allá por finales de los
años setenta del pasado siglo, un grupo de amigos, junto con el concejal de
festejos, D. Luis Nuez, organizamos las fiestas durante un par de años, siendo
alcalde D. José Antonio García Álamo.
Eran fiestas austeras. El ayuntamiento solo colaboraba
con el coste de la banda de música para los actos y la traca de la llegada de
la virgen, para el resto de actividades había que buscar financiación, incluida
la comida de las autoridades y la de los curas, el día 5. La mayor parte del dinero
se conseguía con la recaudación de los bailes, porque aunque a los jóvenes les
parezca raro, ¡había que pagar para bailar! Con la recaudación del baile de la
plaza, la noche del 3 al 4, casi pagábamos toda la fiesta, complementando los
ingresos con rifas y donativos particulares.
Eran fiestas sencillas, como sencillas somos las gente de
Agaete, y por eso siempre fueron un éxito.
Como anécdota, les voy contar algo que nos sucedió la
noche del 6 de agosto de 1979.
Como éramos gente inquieta, al grupo de amigos que
organizábamos las fiestas, se nos ocurrió una “brillante idea” para la que no
vimos en aquel momento la necesidad de contar con el cura.
Pensamos:
—¿Y si bajamos a la virgen del trono, cogemos los cinco
cuadros del tríptico y los colocamos dentro del tapiz que se utiliza para
exhibir el retablo en la ermita? Y nos pusimos manos a la obra.
Una vez que teníamos el tríptico en aquel enorme tapiz
enmarcado, lo colocamos en medio del altar, a unos cuantos metros del suelo. Lo
amarramos como pudimos y lo rodeamos de guirnaldas de flores, ¡parecía que
flotaba en el aire!
Tapamos el retablo mayor y los laterales del altar con
unas enormes telas rojas y como no había manera de llegar a lo más alto,
amarramos dos escaleras. Mi primo Chani, que siempre fue un atrevido, se subió
y cuando estaba arriba del todo, las escaleras se soltaron, se agarró como pudo
y quedó colgado como una lámpara, hasta que conseguimos bajarlo. Por suerte, tanto
Chani como la Virgen de Las Nieves, que estaba literalmente cerca, salieron
indemnes de aquel episodio.
A las doce de la noche, cuando ya habíamos terminado con
todo el montaje, aprovechamos un descanso de la verbena, para abrir las puertas
principales de la iglesia de par en par y dejar entrar toda la gente que estaba
en la plaza. Entre aplausos y felicitaciones por aquella escenificación,
apareció el cura, que debía de estar acostado. D. Manuel Déniz, aquel que entre
misa y misa, arreglaba televisores, no tenía ni idea de lo que habíamos hecho y
muy enojado, nos ordenó que bajáramos la virgen de las alturas y desmontáramos
aquel tinglado. Hasta tal punto era su enojo, que llegó a amenazarnos con la
excomunión.
Se entabló entonces la eterna discusión de si la virgen
pertenece a la iglesia o al pueblo y se montó un follón de los grandes, con
unos a favor del cura y otros en contra. Aquello terminó con la presencia de la
guardia municipal y la guardia civil. Algunos, acabamos dando explicaciones en
el cuartelillo aquella noche. Finalmente no llegó la sangre al río y la virgen
permaneció en las alturas hasta que bajó para la ermita el día 17.
He de reconocer que fue una temeridad propia de la
juventud. Si se llega a caer el endeble andamiaje, el tríptico, que ya andaba muy
deteriorado en aquella época, se habría hecho astillas y habríamos tenido que
salir corriendo del pueblo. Puede que, cuarenta años después, aún estuviéramos
pagándolo.
Como curiosidad, les diré que a aquel Guardia Civil ya
fallecido, de grandes bigotes retorcidos, llamado Pepe Olozaga, y que casi me
detiene aquella noche, lo tuve bajo mi mando años después, en mi etapa de
Comandante de Puesto de Agaete.
Eran los tiempos de la transición política en España,
donde en la calle y en la prensa se discutía si la rama tenía origen pagano o
divino de devoción a la virgen, si la rama estaba antes o después, si estaba
escondida hasta que alguien la descubrió, si nunca antes existió, si a alguien se
le ocurrió cambiar los dioses por la virgen de Las Nieves, si vino por mar o
bajó de Tamadaba… Sobre eso, yo tengo mi peculiar visión, pero no es el momento
de discutirla. La Rama, como dice nuestro cronista oficial D. Sebastián Sosa “no
necesita más explicación, ni la tiene, ni la encontraremos”. ¡LA RAMA ES UN
SENTIMIENTO!
En el fondo, a los hijos de Agaete nos importa poco la
polémica de su origen. La entendemos porque llevamos su misterio, su música y
sus pasos grabados en nuestros genes.
No podemos dejar de mencionar, en el anuncio de las
fiestas de Agaete, a una parte esencial de las mismas, a nuestros músicos y
nuestra centenaria banda de música, reminiscencia de aquellos primeros
tamborileros que la iglesia y las mayordomías de Las Nieves pagaban, para que
acompañaran a los que desde Tamadaba bajaban las ramas, para enramar las
iglesias y ermitas en las vísperas de las fiestas, desde el siglo XVI para las
de la Inmaculada Concepción y desde el XVIII para las de Las Nieves.
Las bandas de Agaete es una seña de identidad de la
villa, es un símbolo y parte de la historia de este pueblo. Es la tradición de
una villa que ha tenido en la música uno de sus referentes culturales más
importantes. No se pueden imaginar unas fiestas sin nuestras bandas, hijas
todas ellas de aquella Banda Municipal de música de Agaete, que desde hace más
de un siglo comenzó a sonar por nuestras calles y ha paseado el nombre de
nuestro pueblo por todas las islas e incluso fuera de ellas. No sé si son las
mejores bandas del archipiélago, pero son sin duda las más populares y conocidas.
Recuerdo aquellas fiestas hasta finales de los setenta,
donde solo teníamos una banda, la banda de Agaete. Los músicos terminaban con
los labios y las manos reventadas y llenos de mercromina, tras horas y horas de
procesiones, rama, retreta, y dianas. Digo dianas porque habían tres, los días
4, 5 y 6, dianas que no tenían nada que ver con la de nuestros días, ya que eran
casi un pasacalle para despertar a la villa, apenas los niños y jóvenes la
bailábamos, casi a paso ligero. Recorría todo el pueblo incluido San Sebastián,
haciendo un alto delante de la casa del alcalde Andrés Rodríguez Martín, al que
recuerdo ver salir en batín, botella de coñac en mano, para que cada músico,
con el tapón de la misma botella, brindara y echara un “taponazo”.
A medida que maduré, aquel primer sentido lúdico y de
diversión que tenían las fiestas para mí, se fue transformando. El niño que
fui, me descubre hoy en día emocionándome igual que lo hacían mis mayores,
cuando llegaba la virgen al puente viejo. Yo me emociono hoy, al descubrir que
la verdadera razón de nuestras fiestas no es otra que la alegría del
recibimiento de nuestra primera ciudadana, la Virgen de Las Nieves, para pasar
unos días con su pueblo.
Son tiempos de muchas fiestas, pero como la nuestra no
hay otra. —“Agaete es fiesta", decía un eslogan de los años setenta, sí,
pero además es dolor, trabajo y sentimiento, paisaje y belleza, gente sencilla
y entusiasta, amabilidad y alegría. Agaete es mar y montaña, humildad,
grandeza, y tierra de buenos amigos. Agaete es un pueblo agradecido con quienes
nos visitan.
No puedo terminar este pregón sin pedirles una reflexión
y a la vez perdón de antemano por si alguien considera que no es oportuno, pero
la actualidad debe estar presente:
Agaete vive momentos decisivos. No podemos quedarnos
anclados en el pasado, que nunca fue tiempo mejor. Nuestros jóvenes no tienen
expectativas, con una elevada tasa de paro, en especial entre la población
juvenil.
Tenemos que crecer, si queremos que las generaciones
venideras tengan futuro y no se vean obligadas al desarraigo que supone la
emigración; ni siquiera es ya posible esa opción, ya que en todas partes
empiezan a surgir problemas. Hay que buscar alternativas económicas que causen
la menor herida a nuestra naturaleza y a nuestro privilegiado paisaje.
Nuestro pueblo tiene suficiente potencial humano para
buscar soluciones, desde las instituciones o desde la sociedad civil liderada
por nuestros representantes.
Recientemente hemos visto como la ONU, a través de su
organismo, la UNESCO, declaraba Risco Caído y los espacios sagrados de montaña
de Gran Canaria, incluido su celaje, patrimonio de la humanidad, dentro del
cual, entre paisaje cultural y zona de amortiguamiento hay más de un tercio del
territorio de nuestro municipio, incluye el Hornillo, todo el parque
natural de Tamadaba y sus laderas, Birbique, Tirma y parte alta de
Guayedra. Esta última, a pesar de que se ha nombrado
poco en las declaraciones institucionales, es una de las más importante zona
arqueológica de la isla, pendiente de excavaciones; que como decía el
historiador y arqueólogo Celso Martín de Guzmán, “Es como Pompeya” porque se necesitaran
muchos años para investigar, excavar y rehabilitar. Un conjunto ceremonial que
se encuentra ubicado en las faldas del Macizo de Tamadaba y que cuenta con
estructuras combinadas, cuevas, pilas, recintos acotados con muretes de piedra
seca, túmulos, así como una muralla (muro de Trejo). Postrera morada del último rey de Gran Canaria.
A todo lo anterior hay que unir como patrimonio inmaterial de la declaración, nuestras bajadas de la Rama.
A todo lo anterior hay que unir como patrimonio inmaterial de la declaración, nuestras bajadas de la Rama.
No podemos dejar pasar esta ocasión para que Agaete se
convierta en puerta de entrada a dicho espacio, patrimonio de la humanidad,
tenemos la mejor situación estratégica de todos los municipios implicados. Nos encontramos
a tres horas de camino a pie de la cueva de Risco Caído y de las montañas sagradas,
con infraestructura de transportes y turísticas ya creadas y creciendo, una red
de senderos que conducen a los lugares declarados patrimonio mundial, que hay
que mejorar, señalizar e incluso recuperar, al desaparecer algunos de los
caminos por desuso, su nula conservación, o por apropiación privada.
Soy optimista con el futuro que nos espera. Agaete,
además de este regalo caído del cielo, nunca mejor dicho, cuenta con
importantes recursos de desarrollo como son: el valiosísimo patrimonio cultural
e histórico, las playas y el Puerto de las Nieves, la pesca artesanal, el Valle
con sus productos de calidad como el café, los vinos y las naranjas, El Risco y
Troya con sus quesos, El Sao, El Hornillo, Guayedra, el despunte del sector
hotelero y vacacional, su cada vez mejores comunicaciones con la capital, con
la isla de Tenerife y esperemos que pronto con nuestro barrio del Risco y La
Aldea, las especiales condiciones con que la naturaleza nos ha dotado para
practicar deportes de mar o montaña, senderismo, etc. Pero sobre todas las
cosas, el principal mérito de Agaete es su gente, protagonista indiscutible de
la tradicional hospitalidad agaetense, ese cariño con que se acoge al
visitante, al que se le abren las puertas del corazón y de la casa,
hospitalidad que se incrementa en las fiestas, cuando en Agaete nadie es
extraño y como dice el dicho: “De la puerta para adentro todo es cama”.
Y para ir terminando con esta tortura que les estoy
infligiendo, les deseo que sean estas las mejores fiestas de las que hayan
disfrutado. Sigamos trabajando juntos, aparquemos diferencias y enterremos el
hacha de guerra, para conseguir juntos, en igualdad y solidaridad, una villa mejor,
más fuerte, más feliz y más agradable para vivir.
¡¡¡Viva la Virgen de Las Nieves!!!
¡¡¡Viva Agaete!!!
Muchas gracias.
PD: Durante los años 2020 y 2021, no se pudieron celebrar las fiestas y no hubo pregón, debido a la terrible pandemia de COVID que asoló al mundo.