sábado, 22 de noviembre de 2025

"EL ÚLTIMO BOTELLÍN DEL PEROLA"




El 30 de mayo de 1992, José Juan Jiménez Dámaso, para el mundo entero y parte de la galaxia, Pepe el Perola, decidió colgar la venta ambulante de loterías y apostar por la que sería la jugada ganadora de su vida: reabrir el viejo bar que dormía entre los estantes de la antigua tienda de aceite y vinagre de los hermanos Lasito y Antoñito. Y mira tú por dónde, el 30 de mayo de 2025, se cumplió ya treinta y tres  años desde aquella locura gloriosa.

La aventura no empezó precisamente con un brindis: la veterinaria inspectora de Sanidad veía aquellos mostradores de madera y expositores del pleistoceno y le empezó a picar el ojo. Que si “hay que cambiarlos”, que si “esto no cumple la normativa”, que si “dónde va usted con esta reliquia”… Pero al final, tras mucho papeleo, sudores y algún que otro suspiro mirando al techo, el local fue catalogado como bien etnográfico. Resultado: todo se quedó igualito que siempre. ¿Higiénico? Bueno… digamos que era tradicional, era historia, y con eso bastaba.

Pepe, que entonces tenía 25 años y cero experiencia en hostelería (pero mucha en repartir suerte, que tampoco es mala cosa), levantó el negocio con la ayuda de pa, ma y sus hermanos. Y vaya si lo levantó: hoy 33 años después es uno de los bares más prósperos de la villa, famoso por su especialidad de la casa:
“un botellín acompañado de un puño de manises esparramaos sobre el mostrador.”
Gourmet de barrio, pero del bueno.

Pepe es la paciencia hecha persona, un bonachón de manual… siempre que no le toquen los cataplines. Porque cuando alguien lo altera, le sale la “vena tupía”, y más vale apartarse si uno no quiere convertirse en víctima colateral. Y si la cosa se complica, ahí está siempre “ma” con la escoba, lista para impartir justicia con el método tradicional.

Hoy, El Perola no es solo un bar: es un bien etnográfico con ficha en la FEDAC de Gran Canaria, un templo donde las paredes cuentan historias y donde el sabor de un botellín no es el mismo que en ningún otro sitio. Porque, igual que el vaso influye en el vino, el lugar y el cantinero influye en el alma… y en El Perola las cosas saben mejor, más frescas y más nuestras.

Pero hoy… toca decir adiós

Hoy, con un nudo en la garganta y un pellizco de incredulidad, Pepe ha anunciado el cierre de El Perola.
Un cierre que cae como un jarro de agua fría o, en su estilo, como un botellín medio derramado sobre el mostrador, para todos los que crecimos, reímos, cantamos, arreglamos el mundo y hasta discutimos de fútbol bajo su techo.

No es fácil despedirse de un lugar que huele a recuerdos, a madera vieja, a conversación sincera y a manises esparramaos. Un sitio donde uno entraba a por un botellín y salía con dos amigos nuevos, tres anécdotas y alguna que otra verdad universal descubierta a base de charla.

Pero los finales también forman parte de las historias grandes.
Y El Perola ha sido, es y será siempre una historia grande.

Quizá cierre la puerta, quizá las luces se apaguen, quizás las enciendan otros, pero lo que se vivió ahí dentro no lo borra nadie. Ni la normativa, ni la modernidad, ni las prisas del tiempo.

Ojalá llegue un día en que volvamos a celebrar algo juntos, aunque sea en otro sitio, aunque sea de otra forma. Mientras tanto, nos quedamos con los recuerdos, con las risas, con los manises y con la escoba de ma y el espíritu de pa, siempre listos para poner orden en el caos.

Gracias, Pepe. Gracias, Perola. Cambiará el cantinero del bar, pero no la historia.

Hoy  nos comunica su cierre, con el mismo humor, el mismo espíritu y la misma escoba protectora de ma.


Má y su última arma de destrucción masiva para casos de personas que "le sienta mal la bebida".Foto momentos antes del cierre del local, fotógrafo Carlos Bello Doreste.


Muchas exitos en tu nueva situación Pepe. Y que viva El Perola.


martes, 18 de noviembre de 2025

UN TESTIMONIO PARA LA MEMORIA HISTÓRICA, EL AGAETE DE 1923.

Agaete finales del siglo XIX (IA)

Caciquismo y vida municipal en Agaete (siglos XIX-XX): un testimonio revelador.

La historia política de Agaete, como la de tantos municipios rurales del archipiélago canario, estuvo marcada durante siglos por redes familiares que ejercieron un poder casi absoluto sobre la vida local. Desde el siglo XVIII, la familia Armas, junto con otras ramas afines, formó parte del gobierno municipal de una u otra forma. Ese predominio se consolidó especialmente durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX, cuando el caciquismo se convirtió en un engranaje habitual de la política española, y Agaete no fue una excepción.

Un documento inesperado

Primera parte del documento.

Hace poco llegó a mis manos, procedente de un archivo privado, un escrito fechado en octubre de 1923, y dirigido al entonces presidente del Directorio Militar, el General Miguel Primo de Rivera, semanas después de instaurada su dictadura. Su supuesto autor, el agaetense Juan García Arteaga, quien años después, en 1931, participa en la fundación de la Agrupación Socialista de Agaete y es su primer presidente, elevó una queja formal denunciando la situación política del municipio, dominado según él, por un grupo de familias que controlaban la administración “como si de una propiedad privada, hereditaria y perpetua se tratara”.

El documento, parece que fue publicado en su día por el periódico El Tribuno, constituye un valioso testimonio de la percepción ciudadana sobre el poder local en aquellos años, y arroja luz sobre tensiones políticas que difícilmente aparecen en documentos oficiales. La misiva, de tono firme y por momentos dramático, ilumina las tensiones sociales y políticas que subyacían bajo la aparente normalidad administrativa de la época en Agaete.

Críticas al poder local: “La conciencia ciudadana es violada”. 

García Arteaga describe a los ediles y caciques locales como un grupo cerrado, ajeno al interés público y entregado a la manipulación electoral y sus propios intereses:

“No ha de imperar otra voluntad que la de ellos. La conciencia ciudadana es violada, y el elector que no cede a los halagos o promesas, tendrá que sucumbir a las amenazas. Las leyes del Estado para ellos no existen…”

En su denuncia señala la supuesta existencia de un sistema que premiaba la obediencia y castigaba la disidencia, garantizando así la continuidad de estas familias al frente del Ayuntamiento.

¿Un incendio intencionado en 1910?

Uno de los pasajes más impactantes alude al incendio del Archivo Municipal en septiembre de 1910. El escrito sugiere que aquel fuego, que destruyó expedientes y documentación no fue casual, sino una maniobra para ocultar irregularidades:

“Hace algunos años, eran tan graves las responsabilidades en que habían incurrido, y por temor a una inspección, la ‘casualidad’ salvadora quiso que el archivo del ayuntamiento ardiese…”

Aunque estas afirmaciones no pueden tomarse como prueba concluyente, sí revelan la profunda desconfianza de parte de la población hacia las autoridades locales.

(Enlace al incendio de 1910.)

Servicios públicos en abandono

El texto ofrece además un retrato muy duro del estado de los servicios municipales hacia 1923: calles sin alumbrado, vías sucias y deterioradas, escuelas insuficientes, plazas utilizadas para beneficiar a personas afines al poder,  y un cementerio descrito de manera especialmente cruda:

“El Campo Santo… , cuyo camino, en vez de un camino es una vereda (...) asemejase más a un muladar que a un cementerio de seres humanos. Innumerables huesos (…) háyanse esparcidos sobre la superficie.”

La descripción del matadero municipal: “en el extremo de una calles más céntrica, al aire libre y convertido en “un constante foco de infección”. La misiva muestra el contraste entre los impuestos pagados por los vecinos, en especial el "odioso" impuesto  de consumo, y la casi total inexistencia de servicios dignos.

Obras públicas al servicio de intereses privados.

Según García Arteaga, los recursos municipales se desviaban hacia obras destinadas a favorecer a los propios caciques:

“El dinero del municipio (…) está saliendo para una carretera que conduce a unas fincas particulares de estos mismos caciques y a un hotel recién construido, donde se explotan clandestinamente aguas medicinales.”

Se refiere; a la carretera del Valle, al hotel y balneario, conocido en la época como La Salud, propiedad entonces de las familias Armas Merino y Ramos Medina, ocupan hoy el emplazamiento de la actual Casa San Pablo.

 “En las plazas, en vez de tenderse a su embellecimiento y ensanche, se regalan solares para edificar en ellas los allegado a la politica dominante”…

 

Un llamamiento desesperado.

El escrito de cinco cuartillas, termina con un ruego dramático, en el que el autor se presenta como portavoz del “esclavizado pueblo” de Agaete, pidiendo a Primo de Rivera una inspección urgente del Ayuntamiento y un castigo ejemplar para los responsables:

“El pueblo, profundamente agradecido, bendeciría a V.E. eternamente.”

Aunque desconocemos si su petición tuvo algún efecto, el documento nos permite comprender el clima político y social que se vivía en Agaete en aquellos años de transición hacia la república y posterior dictadura.

Un testimonio para la memoria histórica de Agaete

Parte final.

Más allá de las acusaciones concretas, este escrito refleja una época en la que la vida municipal de muchos pueblos estaba profundamente condicionada por redes familiares, clientelismo y ausencia de controles efectivos. En el caso de Agaete, dos apellidos aparecen con especial frecuencia en la documentación histórica: Armas Merino y Ramos Medina, cuyos miembros, como Francisco de Armas y Graciliano Ramos, además cuñados, se turnaron en la alcaldía durante buena parte de las primeras décadas del siglo XX.

El hallazgo de este documento es, por tanto, una pieza más para entender un período clave de nuestra historia local.

Más allá de las acusaciones concretas, que pertenecen al terreno de la interpretación histórica y deben situarse dentro del clima político del momento, este documento representa una valiosa ventana hacia la vida municipal de Agaete en los albores del siglo XX. Constituye, además, un raro testimonio de resistencia ciudadana frente a la estructura caciquil que caracterizó buena parte de la política canaria hasta la llegada de la Segunda República.

La voz de Juan García Arteaga, preservada contra todo pronóstico, nos permite escuchar el eco de un tiempo en que la lucha por la dignidad pública y la transparencia administrativa comenzaba a tomar forma en los márgenes de los pueblos.

Nos permite escuchar la voz de un vecino que, hace ya un siglo, expresó con valentía su indignación y dejó un testimonio que hoy contribuye a conocer mejor el pasado político de Agaete.